Escritor

Nadie te prepara para Extremadura". Con esta frase comenzaba el novelista chileno Rafael Gumucio un intenso artículo acerca de un viaje a tres lugares de la región: Guadalupe, Trujillo y Cáceres. A tres sitios y, claro está, al campo, a la naturaleza, que se extiende, inmensa, entre ellos. No es la primera vez que comentamos cuánto hay de sorpresa en el primer contacto del visitante con nuestra tierra. Cuántos puntos de vista modifica. Cuántos prejuicios tiene que abolir. No de otra cosa da cuenta el autor de Memorias prematuras. Su relato, lo confieso, llegó en algún momento a emocionarme: transmite la fuerza de una revelación. Quiero decir que expresa con incontenible asombro un descubrimiento, lo que viniendo de un chileno no deja de ser, cuando menos, curioso.

Venía comentando el artículo con otro novelista, Julián Rodríguez (que conoce, por cierto, a Gumucio), mientras trufábamos nuestra conversación de alabanzas a las bondades del paisaje circundante, el de la Sierra de San Pedro, exuberante y bellísimo a pesar de la mañana lluviosa y desapacible de finales de marzo.

Uno, a veces, no puede por menos que repetirse para sus adentros una frase parecida a la reveladora del escritor hispanoamericano. Contra la costumbre de ver tanta y tan incesante belleza. A favor de lo que ve como si fuera la primera vez. Por ejemplo hoy, cuando la primavera irrumpía con renovada vitalidad en nuestras vidas de viajeros cansados y veloces que parecieran ir de ninguna parte a otra.

A Guadalupe hace mucho tiempo que no voy. Mi primera visita a la Puebla fue tardía. El niño mareado que yo era no hubiera soportado aquellas carreteras secundarias plagadas de curvas. Por eso fui en mi mini amarillo de joven conductor cuando ni siquiera la carretera era la misma. No creo que sea posible conocer Extremadura sin visitar Guadalupe. Ineludible su carga simbólica.

En Trujillo estuve hace quince días, una tarde que casi anunciaba el verano, con Pedro Oliva y Mercedes Nacarino, en el flamante y muy trujillano edificio del Centro de Profesores. Cuando paseo por sus calles siempre me asalta la misma sensación: que sería feliz viviendo allí, tal vez por la sencilla razón de que me siento en casa.

Desde hace casi un año, paso por Cáceres día sí y día también. Reconozco, aunque parezca paradójico, que, por seguir con la frase del comienzo, no estaba preparado para ello. Es una ciudad con la que siempre he tenido cuentas pendientes. No, que nadie piense mal: no por ser placentino. Que de esos agravios provincianos se ocupen otros. El mero hecho de pasear casi a diario por la parte antigua, del aparcamiento en San Francisco --cuesta arriba, obras mediante-- hasta San Jorge, me ha ido sanando de muchas de esas heridas. Con un poco de suerte y más y más paseos por sus calles empinadas y sus plazas recoletas, llegaré a curarme de Cáceres del todo.

Estoy deseando que Rafael Gumucio vuelva por Extremadura y que nos dé cuenta de sus nuevos recorridos. Me encantaría que describiera, pongo por caso, una parada en Plasencia. Es bueno que alguien nos recuerde, de vez en cuando, que vivimos en un lugar del elogio. Mejor si ese alguien, además de ver, saber escribir y si, para colmo, viene de lejos. De una de nuestras mejores y más queridas orillas: la ultramarina.