Periodista

Puedo comprender a la perfección que durante el tiempo preelectoral, el personal se aburra y hasta se deprima. ¡Tantas promesas! Pero ese es el juego, o las supuestas reglas de lo que nos jugamos, que es el gobierno de los próximos cuatro años. Los programas ideológicos han quedado constreñidos, en aras al mensaje mediático, en ofertas al por mayor. Rajoy prometía el sábado 900.000 viviendas y el día antes no sé cuántos policías más, de forma explícita, en las calles. Zapatero, que no está en el poder y no ha podido facilitar viviendas baratas o seguridad en las ciudades, desgrana sus medidas siguiendo la estrategia del goteo. Y las encuestas abundan en el triunfo del partido conservador, aunque unas concedan once puntos de ventaja y otras 5,5; e incluso cuatro de cada diez consultados no sabe a quién votar.

Umberto Eco, semiólogo y miembro de la academia Europea de Yuste, escribía el sábado sobre el poder que tiene Berlusconi gracias al control que ejerce sobre la televisión italiana, prácticamente suya, y a la influencia de este medio de comunicación sobre la sociedad, hasta tal punto que es fundamental para influir en la opinión pública y, lo que es más determinante, crear la imagen de la realidad sobre la realidad misma. Existe lo que sale por la pequeña pantalla, sea verdad o mentira o la información haya sido fragmentada de tal forma que cualquier parecido sea mera coincidencia. Por eso, el último atentado en Irak fue un acto terrorista (dixit Gobierno) y Aznar (y su sucesor Rajoy) no han mentido al Parlamento ni al pueblo español repetidas veces sobre la existencia de armas de destrucción masiva; porque, en definitiva, ¿a quién le importa ahora que el jefe del gobierno sea un mentiroso y se vaya de rositas? ¿No son todas las televisiones del mundo iguales? ¿No han hecho y harán todos los gobiernos uso partidista descarado de la televisión pública? Y estas y otras mentiras se instalan en los hogares para que se acepte el trágala de lo irremediable.

Porque en contra de lo que pueda parecer a primera vista, el mundo se ha hecho pequeño gracias a la televisión. Los más mayores recordaremos que el conocimiento se adquiría en los libros, en los periódicos y en algunas emisoras de radio. "¿Te has enterado? Ayer hubo un terremoto en China y murieron miles de personas?", le comentaba un vecino a otro en la calle. Ahora tenemos al momento las imágenes, algunas de archivo, otras confusas, pero allí está la prueba del accidente, del instante aprehendido. Y nos hemos acostumbrado a comer con los estragos del hambre o del sida que ya no nos hace meditar ni la declaración de Kofi Annan, secretario general de la ONU, cuando el viernes declaró en Davos que "el terrorismo puede exacerbar las diferencias culturales, religiosas y étnicas" pero que la guerra contra el terrorismo "puede agravar esas tensiones" y que "la globalización sólo aguantaría lo que los pilares sociales en los que reposa".

Las religiones fundamentalistas agravan la convivencia. No lo sé, pero veo por la tele que tras la prohibición del velo en las escuelas de Francia se desatan protestas en los países árabes, porque en los territorios de estas naciones también se ve la tele y la reacción es inmediata. Impera la epidermis, el sarpullido.

Y nos achicamos, nos replegamos. Mi pueblo, mi gente, mi bar de la esquina. Si le cuentas a un habitante del barrio badajocense de Pardaleras que un edil puede especular en la carretera de Valverde o de Olivenza, se encoge de hombros: "mejor para él, que le aproveche" piensa en su interior que él haría lo mismo si pudiese.

La tele, además, nos da una dimensión más reducida y acotada del tiempo. Hay que aprovecharlo, beberlo antes de que se evapore.

Y ni siquiera nos sonrojamos con el premio que Fraga da a Urdaci por informar del hundimiento y consecuencias negras del Prestige.