Escritor

Es sabido que los defectos que más nos molestan en los demás son aquellos en los que nos reconocemos nosotros mismos. Y es frecuente también que exijamos de otros lo que no supimos o pudimos hacer, como si consiguiéndolo ellos nos redimiésemos de nuestras deficiencias.

Así, buena parte de los españoles estábamos convencidos de la necesidad de que en Argentina se anularan las leyes de obediencia debida y de punto final y también de que se mantuviera en prisión a los militares que cometieron delitos durante la dictadura cuya extradición reclamaba el juez Baltasar Garzón. Pues bien, de visita en Argentina, compruebo --con la frustración que me llevaba a las reflexiones iniciales-- que muchos argentinos preferirían dejar las cosas como están y no remover las aguas turbias del pasado.

Me apresuro a aclarar que no se trata únicamente de personas afectas a la dictadura o que la consideraron un mal necesario en la supuesta y delirante lucha contra el comunismo, sino de gente que, a pesar de considerar justo el castigo a los responsables de las atrocidades cometidas en aquellos años, prefieren dejarlas impunes a provocar un golpe de los militares. Como me dice un taxista para explicar su postura en contra de la anulación de la ley: "En este país hemos sufrido mucho; yo no quiero que vuelva a suceder algo parecido".

Esta situación me sonaba de algo. Pero por si no acababa de encontrar el paralelismo, se encargó de hacerlo en mi nombre el congresista Ricardo Bussi --hijo de Antonio Bussi, el general retirado y conspicuo torturador responsable de numerosas muertes de civiles--, quien en el debate parlamentario previo a la votación para la anulación de las leyes de punto final, aparte de insistir en lo útiles que fueron para superar las divisiones entre los argentinos, recordaba que tal manera de proceder no era sólo propia de países tercermundistas, sino que también España había actuado de forma similar.

Para apoyar su argumentación, citó al presidente Aznar y al expresidente González, quienes expresaron más de una vez su convicción de que la transición española fue tan modélica como necesaria. Para no debilitar nuestra incipiente democracia y no provocar una insurrección del Ejército, se decidió no perseguir los crímenes cometidos por la dictadura del general Franco y mucho menos los que ambos bandos cometieron durante la guerra civil, también contra extranjeros.

Con intenciones menos interesadas que el congresista Bussi, un escritor argentino me planteaba algo similar: "No es que me parezca mal que Garzón pida la extradición de los militares argentinos que cometieron crímenes durante la dictadura", me decía, "lo que no entiendo es que lo haga un juez de un país en el que no se exigieron responsabilidades por crímenes parecidos". Y en verdad, ¿por qué calificar de genocidio los 30.000 muertos provocados por la represión en Argentina, y no hacer lo mismo con los más de 100.000 ejecutados sólo entre 1939 y 1945 por la dictadura franquista? ¿Cómo reclamar responsabilidades por las familias destruidas y el rapto de niños allá y no reclamarlas por los cientos de miles de españoles que pasaron años en campos de concentración? ¿Cómo escandalizarse por los desaparecidos en Argentina sin hacerlo por los fusilamientos masivos y las fosas comunes de nuestra guerra civil?

El gobierno español ha hecho gala de extrema coherencia --si bien no de principios-- al anunciar que no pedirá la extradición de los militares reclamados por Garzón: un país que pactó, por razones de realismo político, la amnesia colectiva no está bien situado para recordar a otros sus pecados.

Pero ¿de verdad nos obliga nuestra historia reciente a no intervenir a favor de la justicia en otros lugares porque no supimos hacerlo en nuestro país? Por suerte, son los propios argentinos quienes nos van a evitar esta situación embarazosa en la que algunos nos sentimos obligados a dar lecciones de las asignaturas que suspendimos. A pesar de los temores legítimos de muchos y de las presiones interesadas de otros, los últimos procesamientos indican que los argentinos parecen estar dispuestos a conservar su memoria histórica y a construir una democracia basada no en la impunidad, sino en la igualdad ante la ley.