Los síntomas de involución global son cada vez más y más preocupantes. Las trágicas consecuencias de los totalitarismos del siglo XX dieron lugar, a partir de 1945, a un periodo evolutivo caracterizado por el nacimiento de democracias liberales, la consolidación del Estado de bienestar y la progresiva ampliación de derechos y libertades.

Los síntomas actuales no solo apuntan a la parálisis (y, en algunos casos, destrucción) de todo eso, sino que además hay evidencias de tendencias totalitarias en países que parecían vacunados contra ellas y, lo que es peor, hay incipientes indicios de la vuelta a algo aún más viejo que los totalitarismos: el absolutismo del Antiguo Régimen.

Recordemos que mientras el fascismo, el franquismo o el nazismo eran la asimilación del Estado a un partido político único, con prohibición de todos los demás y con un liderazgo carismático, el absolutismo se desarrolló mucho antes de que existieran los partidos políticos, y la identificación del Estado se producía directamente con una persona, normalmente un monarca únicamente legitimado por el poder divino.

Si uno analiza lo que ha pasado recientemente en Rusia y China, se le ponen los pelos de punta al comprender que esos regímenes políticos están muy cerca del siglo XVIII, al tiempo que sus economías (sobre todo la china) van a ser las que marquen los destinos del siglo XXI. Y esto nos obliga a pensar que uno de los debates importantes de un futuro no muy lejano será sobre la conveniencia de la democracia como sistema óptimo.

El pasado 18 de marzo, Vladímir Putin ganó las elecciones rusas con el 77% de los votos y una participación nada desdeñable del 67%. Con nuestra manía de identificar el voto en urna con la democracia —sin recordar que Hitler fue elegido así—, creemos que esos datos garantizan que Rusia es una democracia perfectamente homologable. Sin embargo, en cuanto se rasca en la superficie, la evidencia es otra muy diferente.

En primer lugar, Putin es un «independiente», es decir, que no representa como tal a ningún partido político; fundó en 2011 el llamado Frente Popular Panruso —al estilo del Movimiento Nacional español de los años cuarenta— cuya base ideológica es básicamente el nacionalismo ruso. En segundo lugar, la eliminación sistemática de los rivales políticos de Putin (el último, Alexei Navalny, inhabilitado antes de las elecciones), hace imposible la efectiva competencia política. El resultado es que Putin será el segundo gobernante ruso, después del dictador Stalin, que más tiempo ocupará el poder desde el colapso del absolutismo zarista.

El caso chino es aún más preocupante. El 17 de marzo, la Asamblea Nacional Popular China reeligió a Xi Jinping como presidente del país hasta 2023, y lo hizo por unanimidad de 2.970 votos. Esto sucedía pocos días después de que se aprobara la eliminación del límite para los mandatos, de modo que Jinping podrá ser líder de su país de forma indefinida, hasta que muera o hasta que por propia voluntad decida dejar de serlo.

Ya sabíamos que China no era una democracia, en cuanto que es un régimen de partido único (el Partido Comunista Chino): hasta ahora podía ser perfectamente definido como un régimen totalitario (incluidas una casi inexistente libertad de expresión y una corrupción galopante). Pero ahora, Jinping se puede convertir en el líder más pétreo tras Mao Zedong, que a su vez fue quien más tiempo estuvo en el poder desde la época del absolutismo imperial.

Recordemos que China y Rusia suman más de mil quinientos millones de personas, es decir, más del 20% de la población mundial. Si a esto sumamos las monarquías absolutas que siguen existiendo (la de Arabia Saudí es la más importante por tamaño, influencia económica mundial y por su medievalismo político) y todos los regímenes con elementos de carácter absolutista, podríamos decir que a día de hoy la cuarta parte del mundo vive bajo un nuevo régimen político, más parecido a lo que conocíamos antes de la Revolución Francesa que a las democracias modernas. No me dirán que no es urgente poner muros contra esta epidemia mortal.