Las continuas noticias que nos depara la clase política nos dan la auténtica medida de sus valores éticos. Da la impresión de que los políticos quieren convertir todas las instituciones en sus cortijos. Cuando no se trata de pelotazos urbanísticos o financiaciones irregulares, son malversaciones o títulos regalados o inventados en sus currículos, sin preocuparles el prestigio de las administraciones o de las universidades, ni el esfuerzo honrado del resto de los ciudadanos que tienen que cumplir sus obligaciones sin privilegios ni prebendas.

Los partidos políticos no son semilleros de delincuentes, pero a veces lo parecen. Se piensa que la política y la vida pública están ahora más corrompidas que nunca. Sin embargo, la historia nos enseña que la corrupción es consustancial al ser humano, y que actúa tanto en el sector público como en el privado, si bien es cierto que no se produce con la misma intensidad en todos los sistemas políticos ni en todos los momentos históricos.

El arte de la política es taimado y ventajista y procura siempre adaptarse de forma camaleónica a las circunstancias. Y, sin el menor rubor, las cúpulas de los partidos intentan minusvalorar cualquier escándalo, recordando los pecados de los demás y alzando el dedo acusador contra la competencia, que por supuesto casi nunca está libre de pecado. El actuar no ético del hombre siempre encontrará una coartada que lo justifique. Aunque también es verdad que el encanallamiento de los corruptos siempre luce con más brillo que la virtuosa actuación de los honrados.

LA CREDIBILIDAD de las instituciones democráticas de un país depende de muchos factores, pero principalmente descansa en la confianza que los políticos puedan generar en la ciudadanía. Por eso nos sentimos aliviados cuando el estigma reparador de una pena justa cae sobre aquel que, aprovechándose de su situación de privilegio, prevarica o utiliza en beneficio propio las arcas públicas. Y todo ello a pesar de que a veces nos decepcione la lentitud de la Justicia. Pero hay que recordar que existen derechos y algunos saben aprovecharlos muy bien, sobre todo si cuentan con recursos.

En los últimos años, ni los políticos de la vieja casta, ni los que conforman la nueva, que antes de acceder a sus cargos se mostraron tan imbuidos de ética, renuncian a sus privilegios. En tiempos en que hay dificultades para pagar las pensiones, parece que se demuestra poca solidaridad. A ciertos cargos públicos se les exige menos tiempo de actividad para devengar las pensiones máximas de jubilación (una excepción pensada para los políticos de la transición) y todavía ningún partido ha tenido la valentía de proponer una reforma. Tampoco los actores públicos parecen dispuestos a renunciar a otros privilegios, como la exclusión de parte de ingresos en el impuesto de la renta, las pensiones vitalicias o temporales por el desempeño de cargos, los bonos de transportes, los comedores subvencionados, las guarderías gratuitas, etc., etc. Todo ello sin hablar de otras prebendas, como el aforamiento en procesos judiciales o las puertas giratorias que, como recompensas injustificadas, algunos disfrutan.

ASÍ LAS COSA los padres (a veces padrastros) de la patria deberían buscar con más celo la forma de que nuestro país funcione como un verdadero Estado de Derecho, en el que impere, además de otros valores, la igualdad y la trasparencia. Se precisa una acción política más diáfana y participativa que acalle la inquietud ciudadana. Sin olvidarnos del valor de la ética como instrumento de autocontrol de las personas, en especial del cargo público. El desencanto que sufren muchos ciudadanos puede producir desmoralización. Por eso es importante que los gobernantes y hombres públicos en general sean más probos y den ejemplo. Es necesario lograr entre todos un rearme ético de la sociedad. Este debe ser el leitmotiv de los nuevos tiempos.