Los altísimos índices de popularidad que mantiene dentro y fuera de su país el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, al cumplirse seis meses de su llegada al Despacho Oval subrayan una doble circunstancia: que nos hallamos ante un fenómeno a la vez sociológico y político, infrecuente en las democracias occidentales.

Bien es cierto que durante el último medio año Obama no ha tenido que afrontar grandes conflictos y ha encarado con realismo la crisis financiera heredada, pero se antoja insuficiente fiar en estos dos factores la aceptación de la que disfruta. Parece incluso una simplificación achacarlo todo al hecho de que el primer presidente negro de Estados Unidos sea al mismo tiempo un orador brillante y un reformador social moderado.

Parece más cercano a la realidad relacionar la popularidad de Obama con la percepción que tiene la opinión pública de una forma de pragmatismo que no se hace antipático porque no renuncia a las ideas.

En seis meses, el presidente no ha dejado de comportarse como un líder pragmático, incluso en situaciones de enorme compromiso ético como la crisis poselectoral iraní, pero al mismo tiempo ha tenido la capacidad de sumar adhesiones mediante una serie de discursos que son algo más que piezas bien escritas. Probablemente desde los días del presidente John F. Kennedy, el poder determinante de la palabra no había tenido la importancia que tiene en esta Administración.

Al mismo tiempo, los primeros seis meses de presidencia de Obama no han servido para desvanecer ninguna de las incógnitas de futuro.

Desde el riesgo de una recaída financiera a la posibilidad nunca descartada de que Afganistán se convierta en el Vietnam de nuestros días, con su correspondiente efecto dominó, las dudas superan a las certidumbres. Incluso el multilateralismo y la disposición de los aliados a comprometerse con la política de seguridad de Estados Unidos están llenos de zonas de sombra.

Es posible que sea pronto para pasar de los enunciados a las concreciones. En cualquier caso, esto no ha tenido mayor trascendencia para que la obamamanía cruce el planeta de parte a parte y cada alocución presidencial se convierta enseguida para muchos en un mojón más que señala el camino a seguir.

Una situación idílica condenada a pasar su prueba de fuego en cuanto Estados Unidos tenga que ejercer de superpotencia dentro de los parámetros más convencionales.