Ahora sí. Barack Obama ha hecho historia y ha podido cumplir la promesa electoral a la que más fe, tiempo y energía ha dedicado el primer año de su mandato. Con la aprobación de la reforma sanitaria, la demagogia de los republicanos y los intereses de las compañías aseguradoras han perdido una batalla muy agria que iba mucho más allá del cambio del sistema de salud. El objetivo era el propio presidente, al que la derecha no ha dejado de acosar desde el día en que puso el pie en la Casa Blanca. La aprobación es histórica porque Obama ha conseguido introducir una reforma que hace cien años el presidente Theodore Roosevelt ya consideraba necesaria, aunque fracasó en el intento, lo mismo que el otro Roosevelt, Truman o Clinton. Cuando hay 47 millones de estadounidenses sin seguro médico; cuando el gasto sanitario es el más alto de los países industrializados; cuando las aseguradoras han subido las primas un 87% en seis años, y cuando la gente se arruina para poder pagar las facturas médicas, decir, como han hecho los republicanos, que la reforma aprobada atenta contra los cimientos de la democracia y la libertad es un despropósito. Más aún cuando no instaura un sistema de salud público y universal y queda lejos de lo que originalmente proponía Obama. Pero pese a sus limitaciones es un avance social de primera magnitud.