Escritor

España fue --durante siglos-- el principal brazo armado de la Iglesia católica romana. Eso nos llevó a algunas glorias que hemos tenido como gestas nacionales (Lepanto), pero también fue una de las causas del integrismo católico que, bajo la severísima mirada de la Inquisición, mantuvo a España por siglos como país cerrado y atrasado respecto de la modernidad que Europa iba asumiendo. El franquismo, y el nacionalcatolicismo que lo ayudó, volvieron a unos fueros que debieron ya estar superados.

Aunque todo esto tenía que haber cambiado oficialmente --y mucho-- desde 1978 (para la gente hacía ya varios años que había cambiado), lo cierto es que, aún hoy, las relaciones de un Estado teóricamente aconfesional como es el Estado español con la Iglesia católica distan mucho de ser las normales. ¿Cuáles serían esas relaciones normales? Pues no otras que las del respeto mutuo, con clara independencia. La Iglesia predica lo que quiere desde el púlpito, y el Estado sigue su propio camino civil sin sentirse obligado por esas prédicas ni por otras de distintas confesiones.

Pero los gobiernos del Partido Popular han estado llenos de católicos practicantes (y aún militantes, que es lo grave) y eso ha hecho --directa o indirectamente-- que la religión vuelva a los colegios estatales, como doctrina y no como cultura, y lo que es peor, la religión integrista y terrible en que milita hoy la muy retrógrada Conferencia Episcopal Española.

La Iglesia católica sigue anclada en la sexofobia, y de ahí todos sus derivados: abstinencia en lugar de condón y homosexuales a la hoguera o poco menos.

Las últimas declaraciones de nuestra (bueno, mía no) Conferencia Episcopal Española no son de recibo. Es absurdo, ignorante y malintencionado decir que la revolución sexual es la causa del maltrato doméstico (que siempre existió, pero que ahora se está haciendo público) y que los homosexuales son un grupo de presión satánico. Ridículamente --pero llena de odio-- la Iglesia se apunta al chistecito viejo de la mafia rosa. Por lo demás, ¿no es la Iglesia católica en España un más que formidable, potentísimo grupo de presión que arroja de su amparo a los críticos, como bien sabe quien esto escribe o mi amigo Javier Marías, por ejemplo, que comunicó públicamente cómo le vetaron --en un medio económicamente católico-- un artículo contra el integrismo obispal?

He recordado estos días, indignado y satírico, la definición que Montague Summers dio de los puritanos: un puritano es uno que no puede soportar la idea de que alguien, en algún rincón del mundo, sea feliz. Parece que a los obispos españoles les ocurre algo similar: si no piensas como ellos, eres reo de todos los errores.

No tengo nada en contra de la religión católica, mientras ésta se avenga a respetar a quienes no piensan como ella. Los obispos pueden predicar lo que quieran --aunque sea odioso-- si el Estado no tiene obligación para con ellos. Y eso --hoy por hoy-- es dudoso.

Me repugna el integrismo islámico, pero no menos el católico, más manso de apariencia (convive, mal su grado, con sociedades democráticas) pero en su intimidad feroz.

Recordemos que Ignacio de Loyola, vasco y español, habló de los "milites Christi". Los cristianos --según él-- tenían que ser soldados de Cristo. ¿Soldados contra quién? La expresión --hoy-- parece temible. Pero le hubiese encantado al imán Jomeini y probablemente a los talibanes.

Creímos (con el espejismo del Vaticano II y la Teología de la Liberación, tan maltratados hoy) que podría existir un catolicismo moderno, plural y democrático. ¿Por qué no respetar a los agnósticos o a los laicistas --que a veces son practicantes--, si nosotros respetamos a los católicos?

La retrógrada Conferencia Episcopal Española pretende seguir en el integrismo tridentino, de cruz y espada. Habrá que defenderse. ¿Anticlerical? No, ellos son en exceso clericales. No hay auténtica democracia sin laicismo del Estado.