A veces, fuera de Extremadura y cuando la conversación viene al caso, he contado la experiencia de aquella primera y única vez, que yo recuerde, en la que asistí a una matanza del cerdo: fue en mi colegio, en lo que llamaban «matanza didáctica». Allí, asistíamos los niños mayores para presenciar la matanza del guarro que era sacrificado y convertido en embutido en la misma mañana. El animal entraba al patio del centro en un carro y peleaba inútilmente entre chillidos agudos y ojos aterrorizados para zafarse de los brazos que le llevaban a la mesa en la que el matachín lo acallaría de una puñalada limpia y certera. El sangriento espectáculo duraba unos minutos y era rápidamente borrado de nuestras memorias gracias a la música y la degustación de los manjares que el pobre cochino nos brindaba.

Esta iniciativa «pedagógica» ya ha desaparecido y la verdad es que cuando la rememoro, especialmente allende del túnel de Miravete, la conmoción es máxima. Porque si algo ha aprendido nuestra sociedad es a ignorar todo lo violento, lo desagradable, eso que nos remueve por dentro y nos hace sentir mal, aunque no tengamos reparo en seguir sacando partido de su resultado. Eso ocurre con el consumo de carne. El ritual de la matanza extremeña cada vez es más anecdótico, nos hemos vuelto muy civilizados para mancharnos de sangre como lo hacían nuestros abuelos. Ya no tenemos expertos matachines en rituales comunes, sino mataderos oscuros con trabajadores explotados. Consumimos productos de una industria dañina, artificial y opaca.

Bueno, yo no. Antes de «convertirme» también justificaba el consumo de seres que sufren con la cadena alimenticia, el sino de los animales que elegimos devorar, y la producción masiva y contra natura de la industria cárnica y pesquera con el sistema salvaje de consumo que todo lo exprime y arrasa. Pero eran excusas baratas e innecesarias.

Comer es uno de los mayores placeres que nos brinda la vida y quienes tenemos el privilegio de poder elegir somos libres de hacerlo, dieta omnívora o vegetariana. Ahora bien, conviene saber de dónde viene y cómo se ha producido aquello con lo que hacemos funcionar nuestro cuerpo. Si se me permite la publicidad, el último programa de Salvados, Granjas, es un buen punto de partida. Y vendrá esa viral carta de la veterinaria que decía que los animales allí mostrados están enfermos y no son para consumo humano. Cabe preguntar cómo fueron criados y alimentados para mutar en monstruos. Quizás ellos no se conviertan en alimento, pero sí sus hermanos.