Escritor

Yo iba a tomar el primer café del día al bar de Pedro, pero en la televisión echaban las noticias. Un periodista hablaba de los 25 años del papado de Juan Pablo II. Sobre las tostadas y los cortados la pantalla escupía un muestrario de imágenes antiguas, la gesta de este hombre que habla por la boca de Dios, mientras que los ojos se le han ido metiendo hacia dentro, buscándole el pecho, la pena, la culpa. Cada fotograma es un reguero de muchedumbre, banderitas, sofocos y mucho, muchísimo papamóvil. Un Moisés en sotana blanca cruzando el mar rojo del gentío que la fe ha partido en dos mitades enfervorecidas. Santiago y cierra Roma a lomos de un caballo blanco con las crines convertidas en cristal antibalas. El Papa.

La voz del periodista quisiera ser épica, como para narrar las hazañas de un nuevo Cid que va conquistando tierras a mayor gloria de su señor. Pero no es eso. Imagino que debe de haber montañas de intereses creados alrededor de este invento, y cuando la fe no basta para mover a la montaña es el Papa el que se mueve y se va por esos mundos de Dios a darle suaves tirones de orejas a los descreídos. Quizá venga de ahí el tono de tragedia de la voz del periodista, más propio del apocalipsis o del aniversario de la muerte de Lola Flores que de lo que en realidad se trata. Y se trata tan sólo del ocaso de un hombre que eligió --o le eligieron-- un camino y quiere andarlo hasta el final, concluirlo con obstinación de profeta. Y no hay por qué tomarle a mal este empecinamiento de anciano. Después de todo, la jubilación es un logro reciente de la sociedad de las libertades, y la Iglesia se apunta siempre tarde a todos los logros y a todas las libertades.

Pero, entre sorbo y sorbo, ha terminado la noticia y me doy cuenta de que, espurgando la palabrería bizantina del periodista, apenas queda la idea general de que éste es el Papa más viajero de la historia, un trotacaminos, un culo inquieto. Pero qué más, qué ha hecho este hombre que ha gozado durante un cuarto de siglo del control absoluto de una de las instituciones más poderosas, más influyentes, más saneadas del planeta. Cuáles son sus logros. Tanto concilio, tanta homilía, tanta oración, tanto kilómetro, tanta ostia, para qué. El, que pudo hacerlo, qué frutos nuevos ha aportado a la espiritualidad de occidente, qué guerras se han evitado, qué hambres se han paliado, qué muro se ha derribado que no lo hayan vuelto a construir más alto y más profundo en otros sitios, qué dictadura se ha rendido a sus pies, qué huelga de hambre se le conoce, qué voz más alta que otra, qué gesto, qué puño en alto contra la miseria, la desesperanza, la desolación. Nada. Sólo kilómetros, guardaespaldas y mucho, muchísimo papamóvil.

Quizá la Iglesia tenga muchas cosas que agradecerle a este hombre surgido del frío y del fanatismo, pero el mundo no. El mundo ha seguido su curso como siempre, como hiciera con los otros papas, como hará con los que han de venir, tal y como le corresponde, dulcemente empeorando, dulcemente muriendo, tan callando, lo cual no es mérito ni demérito del Papa, de los papas, sólo historia natural, antropología. Todo sigue su curso, irremediablemente sin remedio, divinamente mejorable, abandonado de la mano de Dios.

Incluso el café de Pedro ya no es lo que era.