Dos tensos desalojos de familias en Cataluña que habían ocupado pisos vacíos han resucitado la peor cara de la crisis de la vivienda. Una de las fincas afectadas por la actuación policial se ha convertido ya en el ejemplo más evidente del fenómeno de acoso a vecinos de inmuebles que son apetecidos por inversores para hacer negocio, bien con su reconversión en pisos de lujo o bien para satisfacer la incesante demanda turística. Sobre el segundo episodio, los agentes actuaron sin permiso judicial amparándose en una denuncia donde constaba que algunos de las viviendas vacías de la finca habían sido ocupadas hacía pocas horas, lo que facultaba para un desalojo exprés. En principio, intervenir sin mandato de un juez parece que solo debiera estar reservado para situaciones excepcionales. Y parece el caso. Los okupas eran una pareja de jóvenes de economía muy precaria, una mujer con su hijo y otra de 68 años. La dureza de la crisis ha acabado con la caricatura del okupa juvenil, alternativo y antisistema. Si bien es cierto que hay profesionales de la ocupación, e incluso mafias organizadas tras ella, cada vez son más las familias que entran en un piso abandonado por necesidad, incapaces de pagar alquileres desorbitados o hipotecarse en el mercado inmobiliario. Salvo en caso de manifiesta delincuencia, la ocupación no es el problema final sino aquellas razones desesperadas que a veces empujan a ella.