Escritor

España --que fue las Españas, lo decían las monedas, Hispaniarum Rex, rey de las Españas-- era un gran imperio cuya lenta e infecunda agonía culminó en París, con el Tratado de Versalles, en noviembre de 1898. La puntilla nos la dio precisamente Estados Unidos, hoy la gran potencia imperial, de nuevo cuño. Gustase más o menos aquel gran imperio, el mayor daño que nos dejó fue su absoluta identificación con la Iglesia católica, y la tremenda cerrazón de ideas y costumbres a que nos sometió tal identificación, haciéndonos pasar de la vanguardia a la casi total retaguardia de Europa.

Cierto que el modelo de la monarquía hispánica, la España imperial o tradicional está indudablemente periclitado, aunque de él debiéramos aprender bastantes cosas. Lo triste es que, tras aquella caída (que indudablemente propició el auge de los nacionalismos internos, pues, ¿quién deseaba ser ciudadano de un país de tercera?) no hemos vuelto a encontrar un nuevo modelo global de patria o de Estado... El franquismo cuenta entre sus peores daños el de haber querido reinstaurar --imposiblemente-- el perdido imperio, haciéndolo contra casi todos.

¿Y el llamado Estado de las autonomías, con la ahora festejada Constitución de 1978? No fue mal logro; pero pocos, muy pocos políticos --a mi saber-- han tirado de ese carro, sea con buena voluntad o con acierto. Me explico.

Los nacionalistas --singularmente los vascos, y ahora lo vemos-- nunca tuvieron buena voluntad hacia tal proyecto, pues nunca fue el suyo, aunque disimularon cuando les convino. Desde el punto de vista de los dirigentes nacionalistas la explicación --que ellos, a ratos, también han procurado opacar-- no es difícil. Crecieron, se formaron y lucharon contra la España de Franco. Consciente o subconscientemente (Arzalluz lo ha explicitado, con cierta torpeza en hombre listo, a menudo), para ellos España sigue siendo sinónimo de franquismo. Arzalluz, en menor o más moderada medida Pujol y otros, han odiado a España, y a veces lo siguen haciendo. Muchos, muchísimos odiamos a la España de Franco.

Pero, ¿no sería hora de pasar esa página, aunque como vemos las páginas de la historia se pasan más arduamente de lo que suponemos? ¿Cómo creer en la buena voluntad estatal de los nacionalistas, cuando es tan fácil percibir ese odio? Claro que otros --como dije-- no han sabido empujar el carro. Tras la proclamación del Estado de las autonomías, y por tanto de una España plural (que con buena voluntad --miro a Maragall-- muy bien aceptaría ser federal) debió crearse un nuevo patriotismo español, un patriotismo de diversidad y pluralidad (Espriu es tan español como Machado) que el PSOE no bosquejó mal del todo, pero que el Partido Popular, y en especial la prepotencia de Aznar --¡la de errores que van quedando en el debe del nefasto políticamente Aznar!-- han tirado por la borda.

Buscando un patriotismo de una sola cuerda, o plural sólo de cara a la galería, Aznar ha hecho verdaderos regalos a ese otro nacionalismo que detesta. ¿Por qué hay que cantar Els segadors antes de un partido de fútbol? A mí esos gestos me parecen tristes, porque lo es todo, cualquier patriotismo desenfrenado. ¿Era contra Aznar? ¿Era contra España? Y siendo así, ¿contra cuál de ellas? Porque es el viejo y fértil concepto de las Españas --una España potente y plural-- el que hoy se diría que nos hace falta y aún urge. Y no es malo recordar que no se es español, norteamericano, vasco o catalán por estar todo el día con el himno puesto y agitando banderas. Está claro que necesitamos novedad, tranquilidad y voluntad abierta y buena.

Ningún tipo ya de nacionalismo antiguo: ni el de la España rancia ni el del odio de Sabino Arana. Otra cosa. Pasar la página, a fin de cuentas.