TCtuando repaso la historia de las confrontaciones ideológicas siempre veo, tras la elocuencia o la ironía o las buenas palabras exteriores, el rastro espeso, ahogador y sangriento de los odios. Las dagas y puñales, en las escalinatas del Senado de Roma, clavándose en el cuerpo del César repetido. La espada en las Cortes tumultuosas de los múltiples reinados medievales. La pólvora quemada sobre el lujo de los palacios renacentistas o ilustrados. Las guillotinas afiladas del siglo XIX. Los paredones incansables de los levantamientos contemporáneos sucesivos.

Finalmente, tras el cortejo de las pisadas que estudian el terreno, se levanta el enorme monumento indeseable y afilado de esos odios. Contenidos en sus manifestaciones mientras las circunstancias no les dejan desatarse a su gusto. Semidormidos en los escaños y tribunas en tanto no se desata el temporal. Pero dispuestos siempre a mostrar su cara de violencia galopante, que se desboca sin medida cuando rompen las mínimas barreras que se ponen en los escasos tiempos de coherencia y sensatez.

No hemos llegado, no estamos llegando aquí a esos extremos. Pero, ¡cuánto resquemor se nota en los mínimos enfrentamientos dialécticos que se levantan por cuestiones que a veces no pasan de lo personal! ¡No digamos si se va a lo profundo de las cuestiones crematísticas, a la fuerza de los intereses tan mezquinos, que constituyen la esencia de los que a veces piensan que son la mayoría!

Menos desbocamiento en las primitivas actitudes. Menos soberbia en la actitud del día a día. Menos barrenar en las heridas. Menos desprecio al oponente. Esta es la letanía que tenemos que imponernos cada uno, pues en otro caso los caballos del odio se desatan y resulta imparable su carrera.

*Historiador y portavoz del PSOEen el Ayuntamiento de Badajoz