Desde que Napoleón dijo que la música era el más agradable de los ruidos hasta la reciente aparición de los acúfenos --unos pitidos intracraneales de difícil curación-- ha pasado tiempo. Los acúfenos constituyen una nueva amenaza para la salud de los jóvenes de todo el mundo. La pasión por escuchar música a todo volumen ha sido alimentada en los últimos años por la industria audiovisual e informática con aparatos sofisticados de uso individual (el más popular, el MP3) que permiten oír canciones con auriculares incrustados en los oídos con el mismo realismo que si se estuviera en un concierto. Pero estos también aportan la gestación de un riesgo: la sordera prematura por envejecimiento del nervio auditivo.

Así lo ha concretado un estudio de los otorrinos de una clínica barcelonesa, que fija en 130 decibelios --la unidad que mide la intensidad del sonido-- la capacidad de los aparatos reproductores de música individual. Basta compararlo con la recomendación de la Organización Mundial de la Salud de que el ruido soportable en calles y domicilios no debe sobrepasar los 65 decibelios.

No deja de ser paradójico que mientras se lleva a la cárcel a dueños de bares musicales por contaminación acústica o se multa a coches y motos por exceso de ruido en la calle, surja también la contaminación individual y voluntaria por el volumen del reproductor de música. Puede ser útil pedir a los fabricantes de esos aparatos que limiten sus prestaciones --se ha conseguido con los coches o los alcoholes de alta graduación --, pero la única receta válida es clásica: el uso responsable de estos ingenios, una vez comprobado que son nocivos según la dosis.