La verdad, hija, es que no sé qué decirte. Creí que al llegar este día, ya sabes, la universidad, la gran ciudad, dejar la casa de tus padres, salir a comerte el mundo y todo eso, yo, te lo juro, pensé que me pillaría con las alforjas repletas, en plan Clint Eastwood , rollo padre duro, sabio y experimentado. Y qué va. Aquí me tienes, temblando de miedo. Y no es que desconfíe de tu capacidad para valerte por ti misma. Es sólo que hoy he vuelto a ver a ese viejo galgo abandonado que husmea entre los contenedores de basura del barrio con el rabo hundido entre las patas de puro apaleado y me ha dado por pensar en la cantidad de hijos de puta que hay sueltos por el mundo.

Y mirando a los ojos de este perro me he vuelto a acordar de cuando estuvimos en aquel burguer de Londres donde una pordiosera solo un poco mayor que tú se agarró a mi mano justo en el instante en que yo iba a darle una moneda y comenzó a llorar y a llorar sin que yo supiera qué decirle porque desconocía el idioma y sólo pude mirarme en esos tristes ojos suyos de perro apaleado, mismamente como los de este perro nuestro, y sentí una vergüenza infinita por consentir que estas cosas pasaran en el mundo sin ponerme a gritar en medio de la calle, basta, hasta aquí hemos llegado. Y ha sido acordarme de estas cosas y pensar en ti. Y no sólo porque rezo para que no se cruce en tu camino ninguno de esos hijos de putas desalmados que arruinan la vida de la gente sin ni siquiera molestarse en soltar un disculpe señora si la he pisado.

No es eso. No es sólo eso. Es que rezo para que tengas más suerte que yo. Que la tuya sea esa generación que dé a este mundo el vuelco que tanto precisa al grito de basta ya, hasta aquí hemos llegado. Y que ojalá tú estés ahí para gozarlo.