Gracias a una cámara de vigilancia, todos pudimos ver como un energúmeno vomitivo insultaba y golpeaba con ensañamiento a una chiquilla ecuatoriana en un vagón del metro de Barcelona. De no haber sido por ese ojo avizor, el reclamo de justicia seguramente habría pasado de largo ante esta agredida muchacha. ¿Quién la hubiese creído? Aún así, inconcebiblemente, la primera justicia no pudo o no quiso hacer justicia. Ahora llega una segunda justicia revisora, a instancias de todo un presidente de Gobierno ecuatoriano, que reclama al juez que corresponda, considere a su compatriota una víctima de maltrato y xenofobia, y aplique al xenófobo el castigo merecido. Sin duda eso es lo que deseamos todos los que vimos lo sucedido a través de las imágenes de televisión --el juez que dejó en la calle al agresor no debió verlas--.

Pero el ojo avizor, quizá el día antes a la misma hora, también había sido testigo de cómo un adolescente con un teléfono móvil pegado a la oreja, que llamaba a su madre para decirle que había aprobado tal examen o que le habían seleccionado para tal equipo de fútbol, se sentaba al lado de una adolescente inmigrante y le sonreía, y al rato ambos muchachos mantenían una cordial y animosa conversación. El ojo avizor también sabe captar secuencias que concluyen en un final feliz.

La instalación de cámaras de vigilancia en sitios públicos siempre ha sido motivo de desencuentro de pareceres. Algunos ven en esos objetos mirones a intrusos usurpadores de su intimidad. Claro, que cabe preguntarse qué se considera intimidad en un lugar público: ¿Hacer manitas en un parque?, ¿mear en la calle?, ¿romper el espejo de un coche?, ¿guarrear la fachada de una tienda con un bote de aerosol?, ¿vejar a una joven en un vagón de metro?

Gracias al ojo avizor, el derecho de una víctima puede prevalecer ante la preservación de la intimidad de su agresor. Lo malo es que a veces los medios de comunicación difunden en exceso las imágenes, de manera que se vulnera la intimidad de la víctima.

*Pintor