La decisión adoptada por la Unesco en Nairobi de considerar el flamenco patrimonio inmaterial de la humanidad --una candidatura presentada por Extremadura, Andalucía y Murcia, tres comunidades en las que forma parte importante de su paisaje cultural-- constituye el justo reconocimiento internacional a un arte que, por su hondura y por su capacidad para expresar los sentimientos del alma humana, ha trascendido las fronteras y se ha convertido en una de las señas de identidad más poderosas de nuestra cultura. El flamenco hace tiempo que abandonó los circuitos cerrados de una raza y ya es universal porque su arrebato lo es; su dolor, lo es; su alegría, lo es, y porque los conciertos y actuaciones de artistas y bailaores flamencos se han ido abriendo paso hasta formar parte de las programaciones de los escenarios más importantes del mundo. En este sentido, no le hacía falta el reconocimiento de tan alta institución para que los ojos de la música, de la gran música, se posaran en el flamenco y la tuvieran por una de las suyas.

Pero ese galardón que le regala la Unesco --olé por ella-- es una ocasión para acabar de saltar los diques y llegar al gran público; es la oportunidad para seguir ahondando en su carácter mestizo, en su fácil mezcla, un canto a la diversidad, al acogimiento, al lenguaje universal de los sentimientos.