Lo sabía. Sabía que era un espejismo pero qué hermoso, cuando las personas dan lo mejor de sí mismas sin dejarse vencer por la envidia, la ambición, el miedo o el desánimo. Conforme a lo previsto, todavía no había aterrizado en Madrid el avión de Copenhague cuando ya los mezquinos, a dentelladas, expresaban sin rubor su alegría feroz por el fracaso de Gallardón aunque la injusticia la sufriera Madrid (España, ¿quién si no?) y su decepción fuera nuestra decepción, la de todos los que vibramos esa larga tarde de viernes acariciando un sueño que sabíamos imposible. Nada bastó a los vengativos. Ni vencer contra todo pronóstico el carisma de Obama y la inmensa humanidad de Michelle, ni superar la simpatía desbordante de Tokio y toda su intimidante tecnología. Movidos por el odio a un hombre solo, algunos escribidores se frotaban las manos saboreando la inminente caída del alcalde al que titulan con rencor de déspota y megalómano. Incluso algún sesudo analista político, juzgando a los demás por su propia estrechez de miras, intuía que Rajoy y Zapatero se habrían alegrado de la derrota porque un Gallardón triunfante y con los Juegos Olímpicos bajo el brazo suponía una amenaza para la estabilidad política de ambos. Yo no vi nada de eso ni tampoco los miles de españoles encandilados como yo por la grandeza del momento. Nunca estuvo el presidente Zapatero menos circunflejo y más sabio ni el Rey mostró nunca parecida majestad ni Samaranch tanta dignidad, ni Esperanza el discreto encanto de su clase. Todos estupendos, unidos por fin por un sueño común, demostrando a los españoles que se puede ganar o no ganar pero que es noble y enriquecedor luchar contra corriente. Un fracaso me dirán ustedes. Puede que sí, pero a mí me bastó verlos a todos como manchegos caballeros luchando contra los molinos de viento de los lobbys y la rotación.Y me digo a mí misma que en Corea la Selección se estrelló desesperada contra los molinos de un árbitro injusto pero siguió luchando y hoy es campeona de Europa.