Los terroristas de Al Qaeda, y todo apunta a que el atentado contra la iglesia copta de Alejandría lleva su firma, buscan siempre un doble objetivo, las víctimas que causan y la desestabilización del escenario en el que actúan. Egipto presume de ser el gran país estable en una región del mundo donde los desequilibrios, las tensiones y la violencia están a la orden del día. Así lo cree su presidente, Hosni Mubarak, que por algo lleva 30 años en el poder con el apoyo de Occidente en general y de EEUU en particular, y ha favorecido una islamización pública de la sociedad destinada teóricamente a frenar el integrismo. Tanta precaución no ha evitado que Egipto sea una olla a presión. El pésimo balance de los derechos humanos, la corrupción, el intento de instaurar un régimen dinástico --una democracia solo de nombre--, el fraude en las recientes elecciones legislativas y la desprotección de las minorías, como es el caso de los cristianos coptos, hacen de Egipto un país de alta inflamabilidad.

El atentado de Año Nuevo ha sido la culminación de una escalada de violencia contra los coptos. Los alterados ánimos que han hecho salir a la calle a esta minoría que se siente acosada por el menosprecio del Gobierno y el odio letal del integrismo hacen temer la aparición de choques interreligiosos que amenazarían la presunta estabilidad egipcia. La única directriz que llega desde el poder es la de preservar la unidad nacional a toda costa, pero es imposible mantenerla cuando no se reconocen los derechos. Y Al Qaeda, que lo sabe, intenta reventar esa unidad.