XPxoca gente se da cuenta, pero están ahí. Cada fin de semana, sábados y domingos, varios grupos de moteros salen enfundados en sus monos de cuero, con sus barbours o con las nuevas prendas antitodo (antiaire, antiagua, antidesgarro, antilesiones en hombros, brazos y espalda) a darse una vuelta por los alrededores de la ciudad, un centenar de kilómetros, metro más, metro menos.

Levantarse temprano un fin de semana no deja de ser un mérito, sobre todo para la gente joven, acostumbrada a retirarse después del chocolate con churros. No sé si los moteros pertenecen a la estirpe del ¿Qué tal anoche? , Guay, tío, hasta las ocho , pero me da a mí que no. Ir en moto es algo serio, que conlleva un ceremonial riguroso y extenso. La cosa empieza el jueves o el viernes, revisando niveles de aceite y refrigerante, comprobando la presión de las ruedas, lavando, puliendo y secando con mimo todas y cada una de las partes visibles e invisibles del artefacto. La noche anterior a la salida, el traje de faena se deja a mano, limpio, engrasado o impermeabilizado, según corresponda. Incluso las botas suelen recibir mejor trato que el calzado diario: ¡se limpian! Preparando salidas de este tipo he recordado los días de caza con mi padre y mis hermanos. El rito es casi idéntico: charla con los amigos para decidir hora de salida y programa, y preparación, con cariñoso esmero, del instrumental y de la ropa adecuada. Sólo falta el nervio y la excitación de los perros en cuanto la olían , que la olían, por mucho detergente que se hubiera usado al lavarla. Y, siempre en la memoria, una recomendación constante de mi padre: un buen trozo de papel higiénico, que si en el campo no suele haber cuartos de baño, también en moto a veces urge el cuerpo y no siempre hay dónde cerca. El momento en que un motero se enfunda su traje es casi como el del torero al vestirse de luces. Una sensación especial, una especie de hormigueo en las piernas al enfundarse los pantalones de cuero (con forro de seda, casi una caricia de mujer) y una atención firme y delicada al ajustarse las botas, como al torero le atan los machos. La chaqueta (o el barbour, o el blusón de muchapasta-tex), también se deja siempre para el final, después de sacar la moto del garaje (a ver quién es el guapo que la deja en la calle...) y ponerla en marcha para que vaya calentándose. Bien cerradas las cremalleras, los botones y los velcros para evitar cualquier entrada de aire, el pañuelo con dos nudos al cuello y los rabillos a un lado, el motero, entonces se transforma en piloto de carreras: se ciñe el casco, se enfunda los guantes y, pleno de responsabilidad (otra cosa es que dure), monta en su moto. Los protectores, los pliegues de la ropa, la postura, todo es nuevo, hasta incómodo, al principio. Sólo hay que ver a un motero recién salido del garaje, levantándose sobre la moto, retorciéndose encima del asiento, estirando y volviendo a doblar las piernas hasta que todo está en orden, es como si tuviera una lagartija dentro.

En dos semáforos, hombre, montura y arreos están perfectamente acoplados. Al cabo de unos pocos kilómetros, son una sola pieza. Y empieza la emoción. El aire cambia de olor cada paisaje, la carretera reclama atención constante, que en moto se conduce, se disfruta y se sufre metro a metro, curva a curva o bache a bache. Se adelanta con presteza, se traza aquella doble curva mentalmente y cuando llegas ves que tu colega la ha hecho perfecta y tú... en fin, tal vez más tarde. Se cambia, se frena, se acelera, se intenta la tumbada impresionante y, bueno, nunca llega. A veces, sólo a veces, el infinito se acerca en un instante.

*Profesor