Por razones obvias, dice un artículo que acabo de consultar, no podemos saber cuál es el último sentido que se pierde antes de la muerte. Ya solo por ese principio absurdo, merece la pena leer el artículo que luego resulta no tener pies ni cabeza.

Sí, está claro y esto lo dicen psicólogos como A. Peralbo, que el olfato es el primer sentido que nos hace grabar recuerdos, y que es un sentido privilegiado porque realiza un proceso muy rápido de captación. Va directo desde el bulbo olfativo al sistema límbico, que es el encargado de gestionar las emociones. Si supiéramos más sobre los olores, sabríamos más sobre nuestro sistema emocional.

Es difícil olvidar los recuerdos olfativos de la infancia, esos que nos golpean como un puño en la boca del estómago, justo cuando estamos desprevenidos. El aroma a café que asociamos con nuestro padre, el perfume suave que permanece en la ropa de nuestra madre, años después, la suavidad cremosa que se percibe al rozar con la nariz la piel de un hijo, el cóctel hormonal de los efluvios que invaden la pituitaria al abrir la habitación donde se atrinchera un adolescente.

Todo eso nos convierte en personas. El ser humano recuerda el 35% de lo que huele, frente al 2% de lo que oye y el 1% de lo que toca. No podremos saber cuál es el sentido que se pierde justo antes de perder todo, pero si es el del olfato, deberíamos ofrecer a quienes mueren en los hospitales, algo más que ese olor a cerrado, medicina y puré de verduras.

Puede que no se permitan las flores, pero sí abrir la ventana, acariciar la cara, retroceder hasta un tiempo en que las manos eran el límite y lo seguro, la frontera que separa la muerte de la vida, la piel que un día nos habitó, y ahora dejamos desahuciados y fríos, desarmados ante un olor que nos llegará de improviso, cualquier día, cuando, ilusos de nosotros, nos sintamos a salvo.

*Profesora.