Escritor

Cuando malhirieron al rey José I de Portugal en el brazo, la voracidad de la Justicia no se conformó con que al regicida le quebrantaran los brazos y las piernas, ni le pareció bastante que fuese quemado luego sobre el mismo cadalso, sino que llevó el suplicio hasta más allá de la muerte y, "para borrar del todo su nombre de la memoria de las gentes, se manda arrancar y picar sus escudos de armas, destruir sus casas, y sembrar de sal los solares, y cancelar y anular todos sus títulos de propiedad".

Hoy este tipo de condenas no se estila, no por crueles, sino porque atentan contra los más elementales principios del mercado. Un asesino anónimo es un mal negocio.

La prensa, la televisión y la radio se encargan de airear, no sólo el nombre, sino los gustos y aficiones de cualquier desalmado que agarra un puñal o una escopeta y se dedica a abatir colegiales como el que abate alimañas. Y todo ello en nombre del derecho del ciudadano a estar bien informado. Qué hipocresía. Hemos llevado hasta los extremos la trasvaloración de los valores. Y todo por un puñao " de parné.

Los llamados medios de comunicación han dejado de ser la gran esperanza de los hombres sensatos para pasar a convertirse en una mera antítesis, pues ni son medios sino fines, ni comunican, sino que venden. Estos comunicadores confunden la patria con el patrimonio, el oro con el decoro, la razón con la novedad, y como ellos tienen el estómago estragado por tantos sapos como ingieren, nos hacen creer que es el mal gusto general el que les impele a llenar las pantallas de ordinariez, la prensa de vulgaridad y las ondas de argumentos contrahechos.

No otra cosa que el lucro es lo que mantiene a ETA en las páginas de los periódicos y en las pantallas de todas las cadenas en un runrún fatigoso; no otra cosa que el beneficio de gente sin escrúpulos es lo que hace que unos parásitos indeseables se conviertan en personas populares; sólo el dinero justifica que un tipejo que mata por notoriedad o que destroza una estatua de Miguel Angel o que secuestra a un puñado de niños acapare más tinta que la que merece una rata; de seguir por este camino llegará el día en que acabaremos asociando el nombre del asesino al de la víctima, y entonces habrá logrado la locura su objetivo. Así ocurre con Kennedy o con Lennon, que no se los cita sin soltar a renglón seguido los nombres de sus asesinos. Y eso es una barbaridad.

La fama, la gloria, el prestigio, el reconocimiento, son los galardones máximos que debe ofrendar la sociedad a aquellos que la hacen más llevadera y amable. Para defendernos de los otros, de esos que van apestando la tierra con su paso, sólo nos queda el olvido como defensa, borrar del todo su nombre de la memoria de las gentes.