En nahuatl , uno de los muchos dialectos indígenas diseminados por Centroamérica, México significa el ombligo de la luna . Mezcla de razas, colores, culturas e idiomas, el país hermano se desangra entre la convulsión política, la desigualdad económica y el narcotráfico subvencionado por un norte que hace oídos sordos a la podredumbre de su patio trasero. México sabe a bolero, ranchera y mezcal, pero también a mosaico de legitimidades que se echan los trastos a la cabeza cada vez que hay elecciones. Hace un par de semanas, el profesor Rolando González Arias , del Instituto Nacional de Antropología mexicano, hizo un somero pero acertado análisis ante los alumnos de Historia de nuestra Universidad: "no queremos a los Estados Unidos, pero no podemos vivir sin ellos".

El amor y el odio se mezclan cuando un mexicano mira al tío Sam . Sabe que Norteamérica impone un yugo incontestable, pero al mismo tiempo admite que sin su presencia, la situación podría empeorar peligrosamente. Al tiempo que rechaza las barras y estrellas, le gustaría convertirse en un ciudadano más del imperio para poder disfrutar de sus comodidades. Allí ocurre, por tanto, algo parecido al trasiego de cayucos que vivimos aquí: el hombre prefiere morir en la travesía incierta de la esperanza a malvivir rodeado de una pobreza estructural. Por eso no importan patrullas en las costas, dobles muros de cemento, satélites inteligentes y alambradas multidimensionales. La pobreza es un río imparable que nace en las cordilleras del imperialismo y desemboca en la llanura inconsciente de nuestra opulencia. Olvidamos que las contradicciones de este mundo rico acaban generando la invasión silenciosa de los emigrantes.

Voy a jugar con tres variables para explicar brevemente la realidad mexicana: una, la participación de la sociedad en el sistema político; dos, la riqueza material del país; y tres, la distribución de esa riqueza. Si bien la disponibilidad de abundantes recursos naturales hace de México un país rico, la explotación de tales recursos cae en manos de multinacionales cuyas arcas están muy lejos del país centroamericano. Como consecuencia de ello, la riqueza no se distribuye eficazmente entre la desarticulada sociedad mexicana, sino que se concentra en manos extranjeras.

XMUCHA RIQUEZAx y poca distribución generan una evidente inestabilidad política, de ahí que las elecciones se conviertan en la fachada democrática de un país gobernado por radicales sectarismos. Jugando por la izquierda o por la derecha, el equipo siempre hace el mismo fútbol de espaldas a la afición. La clase política mexicana está a años luz del pueblo que dice representar.

Sin una regulación eficaz de los naturales antagonismos que todo cuerpo social genera, y sin una equitativa distribución de la riqueza que sea capaz de moderar posturas y conciliar programas, México es vapuleado por un amplio abanico de secuestros, corrupciones y violencias. Más allá de los paraísos artificiales levantados en Acapulco o Cancún, muchos mexicanos amanecen cada día con el estómago vacío y la mirada puesta en el rico vecino del norte.

Y allá se embarcan, por caminos intrincados y rutas imposibles, con un billete de sueños en el bolsillo del alma. La respuesta más cruel que obtienen no es el doble muro de cemento, ni las patrullas de la guardia nacional, ni las espinosas alambradas, ni los abusos de los policías que a uno y otro lado guardan la frontera. Nada de esto resulta tan vergonzoso como la decisión, tomada por algunas agencias de turismo norteamericanas, de ofrecer a sus clientes fascinantes recorridos por las clandestinas rutas de la inmigración mexicana. El drama convertido en aventura, el llanto en juerga, la desesperación en ocio. Es como si, hueros de corazón, inauguráramos aquí un idílico viaje en cayuco por las serenas aguas del Atlántico.

Pero ni siquiera el humor negro podrá parar la masa de hombres que rebasan el limes. Vestidos de sombra allá se acurrucan, insomnes pero soñando, en el ombligo mismo de la luna.

*Profesor de Historia Contemporáneade la Universidad de Extremadura