Qué pequeños somos. Qué prescindibles. Uno se acuesta con la noticia de un atentado en París, y se despierta con más de cien muertos y doscientos heridos en el centro de la normalidad. A ver qué haces con eso. Cómo desayunas ahora. Sales a cenar o a un concierto, y la realidad te golpea sin metáforas. Nadie es ajeno a la guerra. Has votado a los que están en contra o a favor. Con tus impuestos se toman decisiones y tu pasividad tampoco te libra. Luego podrás emocionarte con los himnos o poner la bandera en tu perfil de Facebook, pero lo que de verdad importa no sale a la luz. Por encima de los buitres que aprovechan para criticar el buenismo o empiezan a acusar a los inmigrantes, y aún más de los que creen que la solución pasa por más bombardeos, está la obligación de dejar de mirarnos el ombligo. No somos nada y somos todo, pero desde luego no el centro del mundo. Mientras aquí nos desgañitamos con independencias y luchas por el poder, el terror nos pone en nuestro sitio. Somos pequeños y somos prescindibles. Y la única solución contra la barbarie es reconocer que la barbarie no es la solución. Ahí están Irak, Afganistán y Libia, hitos de un camino que no teníamos que haber tomado nunca. Yo no veo democracia ni derechos humanos en ninguna de ellas, más bien todo lo contrario. Si confiamos en que nuestro modelo es el único posible, no podemos imponerlo por la fuerza, sino con el ejemplo. La guerra contra la mano invisible del terrorismo está condenada al fracaso si no ayudamos a los ciudadanos de esos países donde nacen los suicidas. Quien tiene las necesidades cubiertas no emprende el camino del paraíso.