Profesor

El riesgo de opinar en cualquier medio escrito, hablado o televisado es casi siempre el mismo, es decir: que los destinatarios de tus mensajes estén o no de acuerdo total o parcialmente con el mensaje enunciado. Este guión tan fácil, de ejemplo de conexiones entre el emisor y el receptor, en política se complica diariamente dando como resultado que cualquier opinión te llevará, te pongas como te pongas y por muy buen orador que seas, a una carrera absurda de aclaraciones sin final previsible. Llegado a este punto el proceso debería de terminar, pero curiosamente no es así, este tipo de aclaraciones no serán suficientes, porque aquellos que ya opinaron sobre las primeras palabras del opinador principal iniciarán ahora otra nueva guerra dialéctica que se alargará hasta que deje de ser noticia informativa, agotando tanto a receptores, a los medios como a los opinadores, que ya no recordarán incluso cómo comenzó todo esto.

Con este panorama, agradece uno que alguien con agallas pegue un puño en la mesa de la opinión pública y diga lo que piensa sin tapujos sobre cuestiones como las elecciones de Cataluña, el Plan Ibarretxe, ETA o la Constitución. Este es el caso de Ibarra, con el que casi todo el país está de acuerdo en el fondo y el valor de sus opiniones (si se hiciera una encuesta nacional sorprendería el enorme grado de simpatía y coincidencia que gozan sus razonamientos y su persona), aunque algunos estilistas de la cosa pública le regañen sus formas y sus contrarios, abochornados, se hagan los sordos.

¡País de retóricas absurdas, que no esconden mensajes con enjundia, mientras a la verdad y a la razón la ahogamos con críticas ridículas y alejadas de la realidad del pueblo!