Estudié casi toda mi vida en un colegio privado (luego concertado), menos al final del Bachillerato, para el que me trasladé a un instituto público. Era la década de los ochenta, y tengo una imagen aún viva de lo que encontré, de malo y de bueno, en la educación pública de entonces. De malo, recuerdo una cierta masificación en las aulas, o aquel aspecto triste y «ministerial» de los edificios. De bueno: unos profesores, en general, excelentes.

Los profesores del instituto destacaban, en primer lugar, por su heterogeneidad. Los había de todas las tendencias políticas o ideológicas (a diferencia del centro concertado, donde casi todos pertenecían a la misma ‘cuerda’). Cada uno tenía y transmitía su historia personal, su modo de ver la vida, y hasta su acento, pues por aquel entonces las oposiciones se celebraban a nivel nacional y podías encontrar gente de todos sitios.

Pero lo que más recuerdo de aquellos profesores era su nivel académico. La mayoría demostraba unos conocimientos muy superiores a aquellos que les tocaba transmitir en clase. Y eso se notaba (es imposible hacer buena divulgación sin dominar profundamente la materia). Era un gustazo dar clases con verdaderos historiadores, geógrafos, filólogos... Alguno, de vez en cuando, acababa en la universidad (algo ahora impensable), y otros tenían un perfil intelectual o artístico que iba más allá de las aulas. Es cierto que no se prodigaban en sutilezas pedagógicas, pero sabían de lo que hablaban, y eso era más importante.

La calidad, en general, de sus docentes, ha sido siempre la principal ventaja de la escuela pública. A veces, la única. Una calidad que está garantizada, principalmente, por el sistema de acceso. Mientras en los colegios privados o concertados es el propio centro el que selecciona a discreción a sus profesores, en los centros públicos no entra nadie que no haya superado (o esté en vías de hacerlo) un duro proceso de oposiciones en que se ha de mostrar la valía ante tribunales de expertos seleccionados al azar y en el que es difícil que se den arbitrariedades o errores de bulto.

Es por esto que me resulta sorprendente que se rechace el proceso de oposiciones como modo de selección de profesores. Por mejorable que sea, yo no imagino otro mejor. El modo sin oposiciones, ‘a la canadiense’, que he oído defender a algunos, y en el que la dirección de los centros, junto a comités escolares, elige a los candidatos, no funcionaría aquí, donde no somos canadienses, sino españoles - y todo el mundo sabe perfectamente a qué me estoy refiriendo - . Este modo de selección borraría, de hecho, la diferencia que hemos descrito entre educación pública y privada.

Las oposiciones docentes están devaluadas, es cierto. Pero no porque sean duras o arbitrarias. Sino por todo lo contrario: porque han perdido objetividad y rigor. Desde que parte de su contenido se pacta con sindicatos, y se consienten todo tipo de facilidades y simulaciones burocráticas para que sean superadas por ciertos colectivos, las oposiciones van dejando de tener su razón de ser, que es, únicamente, la calidad de los docentes,

Ninguno de los que se han quejado estos días de la presunta dificultad de las pruebas pediría relajar la dureza de las oposiciones para seleccionar a los jueces o a los médicos que atienden a su familia. ¿Por qué sí para las oposiciones a profesor, ya de por sí sustancialmente descafeinadas en relación a las de hace quince o veinte años? Parte de la respuesta es la creencia de que la enseñanza es cosa de poca monta, además de un yacimiento de empleo al alcance de cualquiera. Creencia que es uno de los lastres de la educación en este país.

Desde luego que el sistema de oposiciones es mejorable. Debe ganar en transparencia, y no solo en rigor y exigencia. Y debe verse complementado con un sistema de prácticas real e igual de decisivo para la elección del candidato que las pruebas ante el tribunal. Solo una vez satisfechos estos requisitos tendría sentido añadir el modo de control periódico ‘a la canadiense’. Por ahí deberían ir las cosas para que la enseñanza pública siga siendo, a pesar de los pesares, la mejor de las opciones educativas.