En estos tiempos de precariedad --no solo económica, también lingüística--, hemos pasado a considerar intelectuales a personas que no aprobarían un examen de cultura básica. Ahora que se regalan los carnés de intelectualidad como pago por secundar el pensamiento gregario, conviene recordar, al margen de onomásticas, a quien sí fue un primer espada de la intelectualidad, alguien --y esto es más que nada un lamento-- irrepetible. Me refiero a José Ortega y Gasset , el mayor filósofo español del siglo XX, y por ahora también del XXI.

Su circunstancia familiar, por usar un concepto orteguiano, era privilegiada. Sobrino de un diputado e hijo del director del periódico más importante del momento, El Imparcial (y por seguir la inercia dinástica futuro padre del fundador de El País), desde muy niño vio desfilar por el salón de su casa a influyentes políticos y periodistas. El joven Ortega tenía una vocación y un destino, cambiar a España desde el análisis intelectual, una pretensión que se escapa del alcance de cualquier ser humano, incluido él.

Su figura, lejos de empequeñecer, sigue creciendo. Se recuerdan una y otra vez sus libros imprescindibles (La España invertebrada, La rebelión de las masas, La deshumanización del arte), sus miles de artículos --género que eligió para desarrollar su pensamiento filosófico--, su prosa llana y elegante, su labor de editor y su influencia en numerosos pensadores y escritores.

Aristócrata de cuna, le estimulaba analizar los problemas del ciudadano de a pie. Ningún tema de relevancia le resultaba ajeno. Vivió incluso un corto periplo como diputado de la Segunda República, a la que había apoyado y de la que acabó por apearse ("No es esto, no es esto").

Ortega , con sus luces y sombras, sigue siendo el mayor referente de la intelectualidad española. Quien no ha leído a Ortega no ha leído a España.