Parece que no es suficiente que los niños vivan aterrados por sus propios vecinos en sus países de origen. Parece que no es suficiente que tengan que atravesar el Mediterráneo en unas condiciones tan inhumanas que solo un niño puede soportar. Parece que no es suficiente que muchos de estos pequeños se queden bajo las aguas heladas de un mar que está muy lejos de casa.

Y no es suficiente con que lleguen a puerto. Cuando pisan tierra, les espera un horror todavía mayor que el de la negrura de un océano: el de los depredadores, el de las mafias que se lucran con sus cuerpos diminutos sin saber siquiera que en ellos late un corazón esperanzado por el reencuentro con quienes los dejaron partir.

Observo la imagen de un osito de peluche que ha quedado incrustado en las cuchillas de una valla. Una barrera que pretende proteger a quienes viven detrás de ella de quienes necesitan su calor. Un osito, dos, tres, cuatro. Diez mil han sido arrancados de los brazos de otros tantos inocentes y han quedado prendidos por siempre en la alambrada de la vergüenza europea y en la cobardía de aquellos que lo consentimos.

Hoy, la tristeza se nos ha colgado con fuerza de las comisuras de los labios. Por siempre.