Con el gesto sobrio de todos los días, has bajado a la calle movido por la inercia de la rutina, y mientras tu mirada se pierde en esa inmensidad de cemento y de hastío en la que se ha convertido la ciudad, una bocanada de aire fresco ha dibujado en tu cara el rictus de una sonrisa. Y sin tú pretenderlo la nostalgia te ha llevado hasta los dorados bosques de la infancia, hasta esa tierra a la que la añoranza te hace ver envuelta en una pátina de inevitable idealización.

El cielo era añil, como la silueta de un árbol recortado contra el horizonte, unos perros vagabundos huían perseguidos por su sombra, y un olor a jazmín brotaba del otro lado del muro. Tal vez las mujeres ya no sean rehenes de sus recuerdos, ni el pasado se refugie en su mirada dejando un lastre de sempiterno resentimiento, ni tengan que enjuagar sus pesadumbres junto a los ríos, ni soportar sobre sus cuadriles el agua antigua de los cántaros. Tal vez ya no quede nada de aquellas interminables tertulias surgidas en torno al fuego, o en la calle tratando de mitigar los rigores de las tórridas noches del verano, tal vez ya no se permita que los niños se ensucien la vestimenta con el barro de los días, acabando con las posibilidades creativas de aquella moldeable generación de sueños.

Tus manos galopan como caballos desbocados en busca de la noche. Es el precio que has tenido que pagar por haber transitado este espacio de locura. Por eso cuando la nostalgia se apodera de tus ojos llenándolos de una extraña herrumbre, cuando te resistes a reconocerte en el espejo sin brillo de las fotografías y renuncias a esa parte de ti que el tiempo te fue arrebatando; buscas refugio en la calma densa de los ríos, en el latido incontaminado de la lluvia escribiendo sus estrofas de agua sobre los tejados, en el clamor pegajoso e inútil de los grillos, en el ulular del viento, en esa desbandada que provoca en los pájaros el estallido de la campana, como una instantánea que guardas celosamente en el cofre secreto de tu retina, temeroso de que una luz cegadora pudiera terminar velando.

Por eso, cuando con una voz no usada, recorres los espacios rutinarios de la ciudad donde habitas, transitando esos lugares a los que ni tan siquiera perteneces, cuando tu rostro de hombre se empeña en ocultar un alma de niño, cuando en vano buscas un lugar de acogida, un remanso al resguardo del ruido al que poder llamar patria, y que un sentido de pertenencia te reclame desde la distancia y te convoque cada verano hacia la ceremonia tribal del regreso, a la fiesta del reencuentro y de la confraternización, cuando en medio del gentío, la orquesta que ameniza la verbena patronal te desgarre el alma, con aquellas canciones que escuchaste siendo aún niño, y que preservan íntegros los momentos más vaporosos de tu juventud, el delirio incontestable de una noche de júbilo y de locura.

Porque en el fondo hay algo en ti que se resiste a considerarse extranjero, un nómada desubicado y errante, náufrago y perdido en una tierra de nadie, sin anclajes, sin raíces, sin referentes, sometido a un permanente proceso de mestizaje cultural, habitando un interregno, una zona penumbrosa, fronteriza e indefinida del pensamiento, localizada junto a lo ambivalente y lo intergeneracional, algo que te hace ser como ese barco sin bandera a quien no le está permitido arribar a los frutales puertos de la tierra prometida.

Por eso cada verano, como quien secunda un rito, acudes a la llamada, y arropado por la complicidad de los recuerdos, rememoras cada uno de los paisajes de tu infancia, y vuelves a recorrer los mismos espacios de siempre, a bañarte en el mismo río de siempre, a charlar con la misma gente de siempre, permitiendo que tus pies se llaguen con las piedras de sus caminos, que se te emborrache el alma con el vino espeso de sus tabernas mientras, acariciado por la mano azul del viento, te vas quedando sumido en una perezosa siesta sin relojes, como una pieza más de ese engranaje de identidad y de pervivencia colectiva.

Porque sabes que este verano es tuyo, tuyos son cada uno de esos segundos robados a la inmediatez del tiempo, el atávico silencio de sus símbolos, sus aderezos, las conversaciones, el desparpajo que la noche deja sobre las terrazas, las risas, los chascarrillos, un folklore que vuelve a ti resucitando parte de lo que antaño fuiste, como esa galería de objetos inútiles en el que ha terminado convirtiéndose el pasado.

Queda lejos en el tiempo aquella primera despedida, el momento aquel en el que, húmedos los ojos, emprendiste un viaje sin retorno, renunciando a esa parte de ti que quedó enterrada junto a los juguetes rotos de la infancia. Quizás algún día se produzcan las condiciones para el regreso, te dijiste, mientras te sorprendías a ti mismo, con esa desacostumbrada entereza con la que renunciabas a todo lo que el tren iba dejando atrás.

*Profesor