Escritor

Con Sara hay que andarse con mucho tiento porque a la primera de cambio intenta suicidarse. La chiquilla no hace más que seguir los pasos de su hermano, que es un yonqui de renombre entre los que gastan el oficio. Pero el hermano tiene sus recursos, no como Sara que anda trapicheando con lo que puede, que casi siempre es lo poco que lleva puesto y que, por decirlo suave, su mérito consiste precisamente en que sea poco y se quite rápido. Estas cosas se saben en la familia, pero nadie habla de ellas porque ya tienen bastante con la hija soltera, el padre alcóholico y con memorizar las fechas de las tarjetas del desempleo, así que es mejor no remover el charco. Sara, como los demás, se busca la vida como puede y, salvando los intentos de suicidio, que, por otro lado, nunca han pasado de cuatro sustos, no tiene secretos para nadie. La verdad es que aún no ha conseguido salir del túnel de la niñez y ya se le mezclan en los sueños las fantasías viejas con las pesadillas recientes. Y por eso mismo, porque en la familia se conocen todos, cuando el otro día apareció con los ojos morados y el labio partido, se armó un revuelo en la mesa de tres pares de narices, pero nadie habló de abogados ni de pleitos ni de esperar a ponerse en primerísima línea de pancarta en la manifestación que organiza la concejalía de la mujer con motivo del día internacional de la mujer vapuleada. Nada de eso. La cuestión la entienden ellos de otro modo. Sólo hubo que esperar a que la chiquilla se calmase, que contara qué fulano fue el que le había firmado sobre el rostro con tanto brío.

Sara fue dibujando la historia a su sabor, sin omitir detalles. El hermano, aquel yonqui de prestigio, ni piaba. Se limitó a tomar puntual nota de toda la película en su cerebro cariado. Luego se acercó hasta el bar donde sabía sin equivocarse ni un metro que el valentón tenía desde antiguo tomado imperio. Por si el bribón no estaba muy puesto en historia contemporánea se presentó, soy el hermano de la Sara, le dijo, que era lo mismo que decir se te acabó el cuento hijo de perra, y así de clarito lo debió de entender el machote porque empezó a recular y a sonreír y a implorar con la mirada un socorro que nadie había de ofrecerle.

Entonces, el hermano de la Sara, sacó un revólver --pipa, lo llaman ellos-- y se lo empitonó entre los dientes: abre la boca, cabrón --le gritaba--, y el otro, que le había brotado un repentino deseo de agradar, la abrió de par en par, mostrando impudoroso los empastes.

¿Sabes quién es la Sara? Sí, respondió con leve movimiento de cabeza el valentón. Pues te mato si vuelves a hablar con ella, hijo de la gran puta. Y le clavó la rodilla en la entrepierna y salió del bar tan pancho, con el deber cumplido, sin papeleos, sin abogados, sin manifestaciones ni pegatinas en la solapa, con la sola certeza de que, al menos ese tipo, se lo pensaría dos y tres veces antes de dejarse arrastrar por otro ataque de euforia.