En estos meses de estío, todos los días desde que nos levantamos nos presentan los medios la triste noticia de los numerosos incendios que arrasan nuestras tierras, algunos de ellos presuntamente provocados por manos destructoras hechas para el mal. ¡Qué lástima! Hoy leemos que en Galicia más de 150 incendios castigaban anoche dicha comunidad, de los cuales 93 de ellos sin control. Se ofrecen recompensas a quienes informen sobre la autoría de los incendios que asolan el norte. Estos asesinos de bosques bien merecen un duro castigo.

Por las tierras del sur, tampoco nos libramos de ellos. Es un mal de la condición humana en mentes enfermas.

Perdonad la atrevida comparación, pero hoy, un día cualquiera de este caluroso mes de agosto, observo que existen otros fuegos que quizá pasen desapercibidos. Media España arde en fiesta. Recorro las calles de mi Azuaga entre dos estaciones de mi vida, y soy testigo de una liturgia donde se conjugan un corazón generoso y una canción antigua. Un corazón cuyo marco abraza a nuestros paisanos y amigos con los que nos encontramos estos días, y unas manos que se ofrecen con la llama de la amistad a estrechar la nuestra en un cariñoso saludo.

Y esto es que hace que nos enamoremos de la vida y escojamos su cara complaciente, menos triste (triste por culpa de unos pocos indeseables).

Nos encontramos con amigos, con compañeros de colegio, de juventud dorada, de estudio, de trabajos esporádicos... El pueblo triplica su población, las calles y comercios son un hervidero de gente, la alegría y el colorido visten sus mejores galas, y los juegos y exposiciones culturales son el deleite de todos, y por medio de cualquier fotografía antigua, rememoramos tiempos pasados que siempre llevamos impresos en nuestras almas. Y es el calor de una noche de feria el que nos trae ecos de una canción de nuestra adolescencia, cuando por primera vez nos asomamos a los bellos ojos de aquella muchachita que nos hacía perder la razón.

Con estos sueños que guardamos y la voluntad que mostramos a los demás, todos nos forzamos en pasar unos días felices olvidándonos por el momento de las contradicciones y los penosos afanes de la vida; hermanados unos con otros.

Cierto que al final cuando se marchan, nos queda el páramo quemado de la nostalgia; desearíamos haber dilatado estos días que hemos estado juntos; pero son los farolillos de papel después de feria que arrastra el suave viento por el suelo, los que nos dicen ellos, nuestros amigos, también estaban de paso.

José Gordón **

Azuaga