La Navidad es un intervalo de tiempo de mutación humana. Al entrar la segunda quincena de diciembre, con el sonsonete del primer villancico y la muestra del primer mazapán en las estanterías de los súpers, nuestra piel, de color natural más o menos ocre, adquiere un color rosado vivo o amarillo pálido, dependiendo de si el individuo mutante es positivista o negativista.

Los positivistas son esos que montan un nacimiento de trescientas figuras realísticas en una habitación de su casa, adornan sus ventanas con luces parpadeantes de colores, cambian la Satisfaction de los Rollings por Los peces en el río de Manolo Escobar , y el 22 de diciembre conectan la radio a todo volumen durante el sorteo de lotería, porque el canturreo de los niños de San Ildefonso les suena extraordinariamente navideño.

En contraposición a estos, los negativistas se vuelven apáticos y quejicosos, dicen que se deprimen y su único deseo es que los días de navidad transcurran fugazmente para que desaparezcan de su entorno las panderetas y los gorritos de Papá Noel, y sobre todo esas aglomeraciones de gente que consume felicidad empaquetada con voracidad y ofrece inusual solidaridad a granel.

A los positivistas les encantan los saraos navideños y la multitud que se concentra en las zonas comerciales, y disfrutan recorriendo las tiendas de la ciudad para comprar las viandas y los regalos pertinentes. Sin embargo, para los negativistas supone un suplicio, y más si tienen una pareja positivista que proceda de familia numerosa, porque saben que les esperan unos días de batalladoras incursiones en jugueterías y perfumerías donde encargar los regalos de Reyes para dos docenas de sobrinos y una decena de cuñados.

Otro año más, la inexorable Navidad nos invita a compartir lotería, a devorar copiosas comilonas, a engullir doce uvas en doce segundos, a ponernos ropa interior roja, a brindar cincuenta veces por el mismo año y a felicitar al amigo deprimido, a no ser que sea usted negativista y no sepa a quien felicitar.