Los acontecimientos que ocurrieron en Francia, singularmente en París, durante mayo de 1968, hicieron que pasaran a la historia las expresiones mayo francés o mayo del 68. Desde entonces, esas ideas activan en el imaginario colectivo el concepto de insurrección popular contra el poder establecido.

Lo que pasó entonces es que jóvenes crecidos en una sociedad diferente comenzaron a cuestionar el orden existente, mientras la crisis económica había colocado a los trabajadores en el límite de la pobreza. Obreros y estudiantes lideraron un movimiento social que tumbó al símbolo del sistema, Charles de Gaulle , se internacionalizó rápido, y pasó a la historia en forma de lemas como "prohibido prohibir".

El 15-M español debería ser recordado en un sentido parecido. Y si España fuera Francia, y los españoles fuéramos franceses, ya estaríamos preocupándonos, orgullosos, de que así fuera. Las manifestaciones populares de aquel día de mayo de 2011 fueron el germen del 15-O que se organizó a nivel mundial meses después y que globalizó las reivindicaciones comenzadas aquí.

Los paralelismos con mayo del 68, siempre que no queramos forzarlos, son muy evidentes. Primero, esa misma brecha generacional que provoca que los jóvenes no acepten las normas del sistema político imperante. Segundo, la depauperación de los trabajadores acelerada por la crisis financiera de 2008.

Del mismo modo que ocurrió en Francia en 1968, también en la España de 2011 las consecuencias han sido rápidas y radicales: la caída de líderes políticos de la Transición (el Rey y Rubalcaba, especialmente), la reformulación del sistema de partidos (que es uno de los elementos sustanciales de todo sistema político), la internacionalización de las protestas y la construcción de lemas ("No nos representan" los resume casi todos) que pasarán a la historia.

EL AZAR HA ha querido, además, que sea en otro mes de mayo, de 2015, cuando los cambios comenzados aquel 15 de mayo de 2011 --una legislatura exacta, curiosamente--, se sustancien democráticamente en las urnas. Las elecciones municipales y autonómicas del 24 de mayo serán históricas porque serán las primeras de un nuevo modelo político español. De esas urnas saldrá otro país.

La incapacidad de las fuerzas conservadoras para aceptar la profundidad de los cambios es casi tan frustrante como la incapacidad de las fuerzas progresistas para entusiasmarse con ellos. La interminable espera de la siempre revolución pendiente imposibilita que la izquierda saboree adecuadamente las mieles de los logros sociales a medida que se van materializando.

Mientras las revoluciones mitificadas (la rusa, singularmente) han dado lugar en muchas ocasiones a regímenes cruentos, injustos y muy alejados de los ideales defendidos, las revoluciones democráticas suelen ser despreciadas casi sin miramientos.

Incluso, desde posiciones en ocasiones un tanto paranoicas, suelen ser atribuidas a movimientos estratégicos del poder fáctico para impedir la verdadera, genuina y definitiva revolución que lo cambiará todo. Como si los estudiantes parisinos de 1968 o los indignados madrileños de 2011 hubieran sido convocados por De Gaulle o Juan Carlos I .

En una reciente conversación política le decía a un compañero de ideas que la izquierda tiene el vicio de querer trabajar con los sueños en vez de con la realidad. Pero resulta que los sueños son intangibles, difusos. Para alcanzar los sueños, la única fórmula segura es transformar la realidad. Estudiarla, penetrarla, manipularla, modelarla.

Estoy convencido de que mujeres y hombres progresistas de este país estarán pensando que estas elecciones de mayo, en el fondo, son unas elecciones más. Los habrá aterrados por el auge de Podemos y otros decepcionados porque Podemos no imponga su hegemonía; algunos estarán preocupados por la caída del PSOE mientras otros se desilusionan porque no desaparece del todo; algunos añorarán el clásico peso de IU y otros llorarán su posible evaporación de muchas instituciones. Algunos se asustarán porque hay nuevas izquierdas que no son ninguna de estas, mientras otros pensarán que las únicas izquierdas legitimadas son las nuevas.

Y mientras las diferentes izquierdas esperan a Godot , es decir, la revolución pendiente que nunca llega, no solo pierden tiempo para transformar conjuntamente la realidad, sino, lo que es peor: no se permiten, no nos permiten, ser felices con las revoluciones democráticas con las que vamos transformando el mundo.