Parece que los sindicatos y el Gobierno avanzan hacia un compromiso en pensiones, que evite a los primeros tener que echar un pulso que tenían perdido. No voy a ser yo el que haga ascos a una concertación, sea cual sea su origen. El infierno está empedrado de buenas intenciones y, por pasiva, también puede postularse lo contrario. Bienvenido sea, pues, este nuevo talante, ya que sugiere que a los agentes sindicales se les ha caído la venda de los ojos. Y comienzan a reconocer lo difícil de la situación y, en especial, la seriedad y dureza de los cambios que debemos abordar. Tras los efectuados por Zapatero en el 2010, ahora se suman los sindicatos. Y dado que los empresarios habían ya detectado estas necesidades, y partidos como CiU hace tiempo que reclaman consenso, únicamente nos falta que el Partido Popular no continúe como si el futuro del país no fuera con él.

Porque, ciertamente, estamos en una situación de emergencia, aunque esta excepcionalidad no es percibida de forma directa. Cada mañana, los 18 millones de personas que tienen empleo en España, y los más de tres millones en Cataluña, operan con normalidad: se levantan, desayunan y van al trabajo. Los trenes fluyen, los autobuses van y vienen y las televisiones continúan ofreciendo sus cotidianas programaciones, como si nada extraordinario sucediera. Y los fines de semana todos intentamos vivir de la mejor manera posible. Seguro que con una cierta contención en el gasto, pero sin más alharacas.

XY ES CIERTOx que todo es muy normal. Pero esta normalidad es engañosa. Lo es porque una parte importante de la mano de obra ha quedado fuera del empleo, y este avanzará poco los próximos años, dificultando la reabsorción del paro. Lo es porque el crecimiento futuro de nuestra economía es precario. Lo es porque los márgenes de maniobra para salir de esta situación, y recuperar ritmos de avance del PIB adecuados, están mediatizados, muy duramente, por las circunstancias internacionales. Tanto por las que imponen los mercados financieros, al exigir tipos de interés más elevados, como por las que se derivan de la mayor competencia global. Y ello en un contexto en el que no podemos devaluar. Como afirmaba el expresidente de la Reserva Federal norteamericana (Fed) Alan Greenspan , el histórico cambio que implica la globalización puede resumirse, simplemente, en la presión a la baja que ejercen, sobre precios y salarios, 1,3 billones de nuevos trabajadores incorporados a la economía mundial. Probablemente, son aquellas normalidades las que han dificultado la toma de conciencia de la gravedad de la situación, y de las exigencias a las que hay que hacer frente. Pero estas existen. ¿Cuáles son? España es como una familia que se ha endeudado en exceso, y en la que los ingresos con los que contaba para devolver esa deuda se han visto reducidos por la pérdida de empleo de alguno de sus miembros, unas perspectivas de mejora salarial escasas y unas expectativas de ocupación también complejas. ¿Qué harían sus integrantes?

Probablemente, intentarían mantener el empleo de aquellos todavía ocupados, quizá trabajarían más horas por igual salario o aceptarían una cierta reducción del sueldo, y seguro que defenderían sus empleos, incluso sugiriendo a la empresa en la que trabajan nuevas alternativas, mercados o productos. Al mismo tiempo, contendrían su gasto y elevarían su ahorro.

España y Cataluña no son radicalmente distintas de un hogar. De hecho, para bien o para mal, se trata de una gran familia, que colectivamente debe hacer frente a su futuro. ¿Qué debe hacer? Pues, igual que cualquier otra unidad familiar: moderar el consumo y aumentar la inversión para impulsar el crecimiento de las exportaciones, bien mercancías, bien servicios turísticos. Y con la renta que generen estas actividades, ir reabsorbiendo los excesos de deuda. En síntesis, aceptar que es más pobre, que la renta futura crecerá menos de lo que se había esperado y que, por tanto, hay que readaptar el consumo, el ahorro y la inversión a esta nueva situación.

Como el lector comprenderá, nadie desea ser el primero en reducir su nivel de vida. Y los intentos por evitarlo son, humanamente, más que comprensibles. Pero el futuro nos ha alcanzado y no distingue deseos. Los mercados están ahí, diciéndonos que enfaticemos aquellas reformas que permitan elevar el crecimiento futuro de la renta y, con ellas, hacer frente a nuestros compromisos. El sector público ha empezado este proceso. El privado no le va a la zaga, como lo demuestra el modesto aumento de los costes laborales o la reforma del sistema financiero.

El ajuste continuará sí o sí, porque estamos obligados a ello. Lo que se puede discutir es la distribución de sus costes. Por ello, y dada la envergadura de las transformaciones precisas, el dilatado periodo en el que van a ser necesarias y los costes sociales asociados, un gran pacto de país parece deseable. Esperemos que cristalice el que emerge entre sindicatos y Gobierno y que se extienda al resto de agentes sociales y políticos.

*Catedrático de Economía Aplicada.