Ni un George Washington europeo, como pedía Valéry Giscard d´Estaing, ni un nuevo Jacques Delors, como reclamaban los europeístas más convencidos. En su lugar, la Unión Europa (UE) se ha dado por presidente permanente a un político belga conservador, Herman van Rompuy, desconocido en la Bruselas europea, definido con los adjetivos de discreto, gris, de bajo perfil, pero también tenaz y hábil en la negociación.

Más desconocida, incluso en su propio país, y sin ninguna competencia demostrada en política exterior es Catherine Ashton, la sucesora de Javier Solana.

La elección de los dos nuevos cargos que serán el rostro de Europa en la escena internacional según prevé el Tratado de Lisboa, que entrará en vigor el 1 de diciembre, debería haber sido un momento fundacional de la nueva UE, con toda la carga que estos momentos históricos llevan aparejada. Por el contrario, los Veintisiete optaron por el típico mercadeo de una UE cuya visión de futuro empieza y acaba en las fronteras de cada Estado.

Ninguno de los recién elegidos lo ha sido por méritos propios. Lo han sido en función de los equilibrios e intereses nacionales y para cubrir cuotas. Ninguno de ellos hará sombra a los dirigentes de los grandes países europeos, ni siquiera al presidente de la Comisión, el también gris y obsequioso José Manuel Durao Barroso.

La falta de una personalidad carismática al frente de la UE, capaz de imponer su autoridad, puede dificultar la gobernabilidad, con cada una de las tres figuras, el presidente permanente del Consejo, el de la Comisión y la responsable de la política exterior, dedicados a defender su parcela de poder.

Mucho se ha perdido en el camino desde que en el 2001 empezó a andar la Convención Europa que redactó el borrador de la Constitución. Para empezar, el mismo concepto de Carta Magna desapareció para ser sustituido por un tratado. Y cuando este tratado da sus primeros pasos, uno de los países menos europeístas de la UE, el Reino Unido, que no está ni en el euro ni en Schengen, consigue imponer su dictado en el terreno de la política exterior europea, en la que Londres ni cree ni desea que funcione.

La renovación de Barroso al frente de la Comisión ya fue una mala señal. La elección ahora de Van Rompuy y Ashton va por el mismo camino, el del provincianismo y la falta de aspiraciones globales en una Europa en manos de los viejos estados-nación.