Periodista

Algunos de los momentos más emocionantes de mi vida están relacionados con mi padre, con el tren y con la estación de ferrocarril de Cáceres. Recuerdo una anécdota que le escuché contar cuando era un niño y que sigue pareciéndome el colmo de la ternura. Resulta, en fin, que mis padres, cuando eran novios, celebraban las buenas rachas comprándose unas latas de sardinas y unos bollos de pan y yéndose de merienda al Paseo Alto. En una ocasión, mi padre, que era agente comercial de casi todo lo que se podía vender, consiguió colocar a un cliente un vagón de tren lleno de lentejas y, parece ser, la sardinada de aquella tarde resultó apoteósica. No olvido tampoco mi primer viaje largo: en tren a Asturias con cuatro transbordos, a ver a mis abuelos paternos, desde la vieja estación de Los Fratres. Ni se me va de la memoria mi llegada a la estación de Cáceres tras conseguir mi primer trabajo, con mi padre en el andén esperando para abrazarme. O cuando al descender de un ferrobús, mi padre me aguardaba para decirme que acababa de tener un hijo. Mi infancia estuvo acunada por los silbidos de los trenes que maniobraban en la antigua estación cacereña. Y ahora, en las noches de insomnio, aún alcanzo a escuchar los pitidos del Lusitania Exprés que trae el viento hasta Nuevo Cáceres.

En Europa, decir ciudad es decir tren, pero no tren alejado e invisible, sino tren inmediato, cercano y reconfortante, tren familiar y doméstico. En Oviedo, la estación de ferrocarril está al final de la calle Uría, la arteria principal de la ciudad. En Valencia, los trenes llegan hasta la misma puerta del barrio viejo, junto a la plaza de toros. En Santiago de Compostela, una avenida de 300 metros lleva desde la estación hasta el casco medieval. En Barcelona, Sevilla, Madrid, León o Vigo, el tren llega hasta el centro del casco urbano.

En Europa, sucede lo mismo: la Grand Place de Bruselas queda al lado de una de sus principales estaciones, la de Amsterdam está a un paso del Dam, la de Nantes parece un apeadero de su castillo, la de Maastricht da vida a un viejo barrio repleto de cafés marrones y la de Colonia es una maravillosa estructura de metal antiguo y negro con acceso directo a la famosa catedral donde están enterrados los Reyes Magos.

En Cáceres, sin embargo, parece como si las cosas se hicieran al revés. Si todo hubiera sido normal, la estación quedaría ahora casi al final de Cánovas, pero se trasladó por razones técnicas. Su situación actual no es mala: en medio de los nuevos barrios y frente a la estación de autobuses, constituyendo prácticamente lo que se llama una estación modal de transporte de pasajeros. Sin embargo, se quiere llevar al quinto pino con el pretexto de que llega el Ave. Que yo sepa, ni Atocha, ni Sants, ni Santa Justa ni la estación de Zaragoza se han llevado a la periferia por culpa del Ave. En las ciudades modernas, a veces, el tren se esconde bajo tierra, para que no entorpezca el crecimiento urbano, pero no se aleja del centro. Me gustaría revivir con mi hijo las escenas que viví con mi padre y esperarlo algún día al pie de un Ave para abrazarlo, pero no a cinco kilómetros de Cáceres, sino en mi estación de toda la vida.