TEtstoy en un bar leyendo el periódico y oigo un sonido chirriante de dos sillas que son arrastradas por el suelo por dos niños de tres o cuatro años. El padre de las criaturas permanece sentado en un taburete, soltando una soflama pedagógica en la barra del bar a dos tertulianos que le escuchan asintiendo con la cabeza constantemente para aprobar su ponencia: Que si los chavales de hoy lo que necesitan es un par de hostias bien dadas y menos contemplaciones, que a él su padre le tenía derecho como una vela y su maestro firme como una estaca, que lo tienen todo y no valoran nada, que hay que hacer algo porque la conducta de los jóvenes es cada vez más insoportable- Y mientras tanto, sus almas cándidas traquetean con las sillas frente a la reprobadora mirada del camarero, que no sabe si increpar a los niños o al padre. En un momento, el elocuente disertador se dirige a sus hijos y les regaña diciéndoles: "¡Dejad de arrastrar las sillas que os va a reñir el camarero!". Esta es una clásica y errónea forma de dejar la educación de los hijos en manos ajenas. Me pregunto cómo hubiera reaccionado el padre si el camarero se hubiese adelantado a reñir a los niños. Seguramente hubiera reprendido al camarero diciéndole: "Oiga, si alguien tiene que reñir a los niños, soy yo, que para eso soy su padre".

Me vienen a la mente los padres de los siete menores detenidos en los altercados de Pozuelo de Alarcón. No puedo entender que recurran la sentencia que les ha sido impuesta a sus hijos: tres meses sin salir de casa después de las diez de la noche. Quizá piensen que es un castigo demasiado severo para los chicos. Aunque yo me inclino más a creer que están cayendo en el error que solemos caer todos los padres de hoy: sobreprotegerlos. No somos capaces de aceptar comportamientos incívicos de nuestros hijos, ni intentos ajenos y eficaces de corregir sus errores --y los nuestros--, y mientras los padres no cambiemos, nuestros hijos no cambiarán.