La prudencia, si no el escepticismo, está más que justificada después de la cumbre de Annápolis, que ha reunido a representantes de más de 40 países para arropar el inicio de negociaciones directas entre palestinos e israelís que deben dar como resultado el acuerdo para la creación de un Estado palestino antes de finalizar el próximo año. La iniciativa de Bush, casi siempre ausente del conflicto palestino-israelí, de reunir al presidente Abbás y al primer ministro Olmert sería en sí misma un logro considerable si no fuera por el hecho de que los tres personajes se han encontrado en una situación de gran debilidad política. Bush enfila el final de su mandato con el prestigio por los suelos, Abbás carece de autoridad en la franja de Gaza, controlada por los islamistas de Hamás, y Olmert depende a todos los efectos de la extrema derecha para mantener su Gobierno en pie. En condiciones bastante más favorables, el presidente Clinton fracasó en el 2000. Por aquel entonces, ni su compromiso personal en la negociación ni el peso político de Arafat y de Barak pudieron desatascar la situación. Antes al contrario: la falta de resultados en Camp David generó frustración y desconfianza y fue la antesala de la segunda intifada. En esta ocasión, Bush ha evitado inmiscuirse en la negociación porque los puntos calientes son los mismos de hace siete años --fronteras, seguridad, Jerusalén, acuíferos y refugiados-- y entrañan los mismos riesgos. Y justamente el distanciamiento de Bush del día a día de la discusión indica que las dificultades por salvar son enormes y la amenaza de fracaso está a la vuelta de la esquina por más que se diga lo contrario desde las cancillerías.