Escritor

En las noches de insomnio salgo de paseo colgado del brazo de la estatua del vendimiador, ésa que hay a la entrada de Almendralejo. Este hombre de metal pudo tener la piel y el corazón de oro, como en su tiempo lo tuvo la Atenea de Fidias, pero el oro que le correspondía por derecho dormirá en los bajos fondos de alguna cuenta bancaria de hombres de corazón de acero. A él sólo le ha correspondido una piel verde y unos músculos portentosos como de Increíble Hulk, que de bien poco le sirven.

De sobra sabe el vendimiador de Almendralejo estas cosas, por eso mira al transeúnte con gesto de titán al que le pesan más los desengaños que el esportón de uvas metálicas sobre el que se cagan las palomas. Cuando me ve arrincona el esportón y deja sobre la peana un cartelito que dice "vuelvo en cinco minutos" y nos vamos por ahí, a pisotear la noche. Ayer nos dirigimos a las traseras del convento de san Antonio, ese parque que hasta hace poco era un viejo cine de verano con el suelo de tierra y los muros tapizados con un cortinaje de hiedra por donde los gatos y las ratas jugaban a policías y ladrones. Se llamaba Cine Alegría y en sus retretes los niños hacíamos con la orina puntería sobre las hormigas y las lagartijas que huían despavoridas buscando el amparo de las estrellas. Eran tiempos de soñar encuentros con ovnis mientras en la pantalla daban Pánico en el Transiberiano o La furia del tigre amarillo, cosas así. Ahora el parque tiene los suelos cuarteados de losetas de hormigón y han hollado su vientre hasta hacer de él un aparcamiento subterráneo. Todo muy funcional y todo muy moderno, pero nunca ve uno niños por el parque, quizá porque el suelo es nuevo y quisquilloso, no apto para que circulen sobre él las bicicletas; ni jóvenes leyendo poemas de amor a la sombra de un árbol, porque tampoco hay árboles; así que sólo es posible encontrarse con adolescentes injertados a una botella de cerveza o a jubilados que hablan a voz en grito de tiempos que siempre fueron mejores.

En breve inaugurarán aquí mismo un edificio magnífico, una auténtica catedral del dinero, un descomunal banco con apariencia de madre amantísima que pretende abarcar con sus brazos la inmensidad del paisaje, incluyendo a los hombres que lo habitan, quién sabe si para tragárselos y regurgitarlos convertidos en tarjetas de débito o cosas aún más útiles. Ante él, hasta el viejo convento parece sobrecogerse, como si temiera que a una voz más alta que otra fuesen a salir dos notarios por sus ojos de metacrilato dispuestos a embargarle las campanas.

Y la estatua del vendimiador y yo comprendemos que está bien que así sea, que un banco es el perfecto colofón para estos tiempos donde el tintineo de un puñado de euros es el abracadabra al que ceden todas las puertas. Un banco es siempre una metáfora. Pero un banco junto a un convento es el colmo de las metáforas, la imagen ideal que pone sobre el tapete la esencia de una época.

Mal asunto para la lírica. Pero, algunas noches, cuando los autos dormitan en el subterráneo, cuando los jubilados ronronean pegaditos ya a la pecera de su dentadura postiza y el banco relaja los párpados de las cámaras de seguridad, si uno no tiene en exceso hipotecada el alma, todavía es posible escuchar las voces de los viejos fantasmas del Cine Alegría, los juegos de los gatos y las ratas entre la hiedra, el palpitar de bronce del corazón mellado de la estatua del vendimiador, ese romántico. Sólo es cuestión de proponérselo.