Comienza en estos días a disfrutarse de la rutina docente en la Uex y de la dinámica del trabajo investigador, lo que hace caer en el olvido los discursos inaugurales y triunfalistas del comienzo de curso.

Los que sufrimos --como universitarios-- las consecuencias de discursos ahora olvidados por la opinión pública, no podemos sustraernos a la exaltación de la mediocridad y la adoración de sucesivos becerros de oro que nos ponen delante nuestros responsables universitarios. La modernidad se proclama a todas horas en declaraciones hueras, se mejoran habilidades, se logran excelencias, se abre la universidad al mercado laboral, además de facilitar el acceso a la titulación deseada. Pero nada se dice del fracaso universitario cercano al 40% que no puede alterar el discurso triunfalista.

Más grave es el fracaso reiterado de políticas emprendidas en el pasado. Ya nadie se acuerda (o no parece acordarse) del fantástico plan de aquellas magníficas 30 nuevas titulaciones que iban a colocarnos a la cabeza de la universidad española. Como el poder político tiene ahora un discurso distinto, no se dice que la implantación de las titulaciones ha sido un fracaso en toda regla --con las excepciones de rigor-- y que nunca se quiso atender a las voces que ya entonces lo anunciaban.

XEL FUTUROx de la Uex es mucho más negro de lo que imaginamos y muy distinto del que se presenta. Ya estamos asistiendo a un descenso significativo del número de alumnos, por eso un diario nacional alertaba estos días del grave problema. Muchas de las nuevas titulaciones y otras antiguas tendrán que cerrar o, como ya viene sucediendo, desistir con un alumno por curso al que imparten clase hasta 20 profesores. Pero aquí se llega a la aberración de crear nuevas plazas para esos títulos mediante una política que sólo atiende al ¡qué hay de lo mío!, porque esos profesores representan 20 importantes votos.

El descenso no sería tan grave si, a la vez, no se estuviera abandonando la formación cultural y científica del alumnado --la mejor apuesta de las sociedades desarrolladas--, que se degrada a pasos agigantados. Mientras se busca la universidad-empresa, dejamos de cumplir nuestra función de siempre: formar buenos ciudadanos, los mejores, tanto técnica como humanamente, para que sean ejemplo social adaptados a su tiempo.

Cuando se oye hablar a nuestro rector de las maravillas de su proyecto se echa uno a temblar. Aunque sea el rector del siglo XXI, según confesión del señor presidente de la Junta, le resta como mucho un lustro antes de que, si se confirman los augurios, venga de nuevo la caverna universitaria que ya no servía hace diez años, pero que ahora sostiene al rector detrás de las bambalinas. Así se habrá cerrado, con una mezcla curiosa de núcleo rancio y envoltura moderna, el círculo de una universidad condenada a convertirse, al paso de los años, en academia de medio pelo.

Arriesgándome a la descalificación sin contemplaciones o al desprecio prepotente como tributo a un fracaso que nunca se reconocerá o que, en todo caso, se achacará a otros --incluso a los propios denunciantes--, creo necesario resaltar la frivolidad trágica que cubre los temas educativos en los últimos años, y que se torna pavorosa en la universidad. El problema tiene difícil arreglo, porque los desaguisados son ya estructurales con la complacencia de la mayoría y sólo el desconsuelo de algunos.

Mientras la subvención llegue puntualmente a nadie le interesa que el nivel cultural esté por los suelos o que casi la mitad de nuestros jóvenes --y encima los mejores-- abandonen cada año su comunidad para formarse fuera y casi nunca retornar. Aquí sólo nos quedan, para remate infausto de cada comienzo de curso, las horribles novatadas o las recepciones guays impulsadas por las propias autoridades y que, como plaga bíblica, asolan el campus universitario cada nuevo curso. Ya sólo falta recuperar el ´botellón´ en el centro de la ciudad como forma de dar atractivo a la universidad o impedir el descenso preocupante de las matriculaciones, proponiendo el título de licenciado en litronas y sumándose así a esta ola de vulgaridad de la que tan orgullosos se sienten algunos académicos incluso en público.

El otro día un colega --al comentar el espectáculo deplorable de las novatadas en medio de los pasillos-- se limitó a encogerse de hombros como si fuera inevitable. Hasta creí percibir en su respuesta que lo más sensato era estimularlas, para dar así vida a una institución tan aburrida. Después del largo viaje que ha ocupado a este país por varias generaciones buscando la excelencia técnica y humana, resulta que acabamos de descubrir el nuevo opio del pueblo: la mediocridad satisfecha. Las consecuencias no serán inmediatas, porque aún vivimos de las rentas, pero a medio plazo puede que los daños sean irreversibles. Y lo peor: a casi nadie parece importarle demasiado.

*Catedrático de Historia

Contemporánea de la Uex