Joseph Ratzinger cumple cinco años en la silla de Pedro acosado por la polémica de los casos de pederastia ocultados o silenciados por la Iglesia. Nunca desde los días de Pío XII y su confuso comportamiento durante la segunda guerra mundial se encontraba un Papa en una situación tan delicada como la de Benedicto XVI. Cuando el cardenal Ratzinger sucedió a Juan Pablo II, el orbe católico saludó la elección de un intelectual conservador, reservado e insensible a la cultura de la imagen. A un experto en sacar el máximo partido a la movilización de multitudes siguió un canonista ocupado en defender la tradición, preservar la unidad y levantar una sólida línea de defensa doctrinal frente a la posmodernidad, la autonomía del individuo y la religiosidad sin dogmas inamovibles. Nada especialmente diferente al magisterio del Papa polaco en materia moral si no fuese por el hecho de que, durante su larga estancia en la Congregación para la Doctrina de la Fe, el cardenal Ratzinger tuvo conocimiento de las miserias morales de la Iglesia católica y, según todos los indicios, se preocupó más de evitar el escándalo que de ponerles remedio. Lo peor es que el comportamiento del Vaticano desorienta a los creyentes en mayor medida que a quienes no lo son y su pastor no parece ser consciente de ello.