WLwos países que crearon hace décadas el G-7 eran los más ricos de Occidente y Japón. Hoy se llama G-8 por razones políticas: acabada la guerra fría, se incorporó a Rusia al club, pese a no ser una economía de mercado. En la cumbre de San Petersburgo se ha consagrado el nuevo estatus de lo que queda de la antigua Unión Soviética. No será una potencia política de primer nivel, pese a su capacidad nuclear y su extensa red diplomática mundial tejida durante la guerra fría, ni una potencia comercial que inquiete a los países emergentes en manufacturas baratas. La opción estratégica de Rusia para recuperar su protagonismo perdido es la de ser líder en la producción de petróleo y gas. La antigua gran potencia mundial ha aprovechado hasta el final su condición de país con grandes reservas de productos energéticos para condicionar las decisiones de la cumbre del G-8, que preside desde enero del 2006. Moscú se ha comprometido a respetar las reglas de juego internacionales, cosa que no hizo en enero pasado, cuando cortó el suministro de gas a buena parte de Europa. Por contra, Rusia sigue sin cumplir las condiciones políticas y económicas de una democracia al estilo occidental, por lo que necesita de la comprensión de sus aliados europeos. La cumbre del G-8 no ha resuelto la incógnita de las garantías ofrecidas por Rusia. Lo dicen los mercados.