TEtran muchas y estaban tumbadas en el suelo de la larga avenida, derrotadas, una tras otra, separadas por una distancia de unos cincuenta metros. Habían esparcido por las losas de la acera sus secretos temporales ocultos en sus barrigas cilíndricas: pegajosos envoltorios de helados, débiles latas de refresco apretujadas, policromas bolsas vacías de golosinas, arrugados panfletos publicitarios, periódicos releídos y quizá alguna carta de desamor impregnada de lágrimas secas. Triste espectáculo presentaban esas papeleras caídas que enseñaban impúdicamente evidentes desechos de esta sociedad que se va deformando cada vez más.

Esas batidas emprendidas por necios recalcitrantes contra las útiles e inocentes papeleras es cosa antigua. Obsesionados con el avistamiento y posterior derribo de esos serviles e inocentes recipientes, deambulan por las noches desde hace años los destructivos emuladores de Atila . Claro que Atila no tenía un pelo de tonto, como sí les ocurre a estos descerebrados, porque el rey de los Hunos arrasaba tierras extranjeras en beneficio propio y de su pueblo. Pero estos energúmenos arriman toda la torpeza posible y la brutalidad palpable a su incomprensible conducta autodestructiva.

Les cuento yo a estos salvajes la breve historia del desangrado: Era un tipo que una noche comenzó a arrancar los teléfonos de todas las cabinas de su ciudad y a arremeter a patadas y a puñetazos contra sus cristales con el único propósito de hacerlas inservibles. En el acto de dañar la última se hizo un corte con un cristal en la arteria femoral. Su pierna comenzó a emanar sangre y el individuo no era capaz de detener la hemorragia. Quiso entonces llamar por teléfono a un hospital, pero no pudo, él mismo hacía unos instantes lo había destrozado. Murió desangrado junto a la cabina maltrecha. ¿Qué historia más triste, verdad? Pues prefiero no contarles la breve historia del que murió asfixiado bajo su propia basura junto a una papelera rota.

*Pintor