Pocas veces cuadra tanto a un resultado electoral el calificativo de histórico como en el caso de la victoria de Fernando Lugo en Paraguay. Porque pone fin a 61 años de gobierno de la Asociación Nacional Republicana (Partido Colorado, derechista), 35 de ellos bajo la dictadura del general Alfredo Stroessner (1954-1989), y porque llega a la presidencia un obispo suspendido por el Vaticano, representante de la tradición católica progresista, que es una incógnita política.

Los adversarios de Lugo en las urnas y en el púlpito le presentan como un seguidor aventajado del populismo de Hugo Chávez y Evo Morales, partidario de un Estado intervencionista y omnipresente, y a su Alianza Patriótica para el Cambio (APC), como un conglomerado izquierdista. Basta recordar la procedencia de los críticos, responsables de la corrupción, la miseria y el analfabetismo que atenazan al país, nostálgicos de la dictadura y gestores de una ineficacia económica crónica para llegar a la conclusión de que Lugo bien merece un margen de confianza. Por poco que consiga contener la extensión de la pobreza --Paraguay es el tercer país más pobre de América y el tercero más corrupto del planeta-- y neutralizar la economía paralela habrá hecho más que todos sus antecesores en seis décadas.

Por lo demás, Lugo se ha presentado a la opinión pública con un perfil político propio, más próximo al reformismo posibilista del presidente Lula da Silva de Brasil que a la política de balcón de Chávez. La heterogeneidad de la APC le obliga a ello tanto como el peso del Ejército, titular de un poder de hecho, ajeno a las unas, que mantiene intacto.