Las respuestas que algunos países están dando a las euroórdenes de detención cursadas por nuestro Tribunal Supremo contra encausados por actos cometidos en Cataluña con ocasión del proceso separatista parecen arbitrarias o absurdas, aunque más bien podríamos calificarlas de grotescas. Y como decía A. Doyle: «Entre lo grotesco y lo horrible solo hay un paso».

Estas resoluciones son una prueba más de que no hay una conciencia clara de que Europa sea una unión, ni de que exista la necesaria confianza entre los Estados que la integran. Cuando se gestó la Decisión Marco sobre la Euroorden de Detención y Entrega varios Estados formularon todos los reparos posibles para limitar sus efectos, hasta el punto de que para su aprobación fue necesario aceptar las restricciones que algunos países imponían. El resultado fue que, tal como se está evidenciando ahora, el texto de la normativa es un perfecto ejemplo de ambigüedad.

Esa falta de claridad, junto a la poca voluntad de colaborar de algunos jueces, está haciendo que los tribunales de cada Estado interpreten las euroórdenes, no en el sentido estricto de la normativa, sino como un instrumento más de extradición, alejándose del tenor de la propia Decisión Marco que expresa claramente que «los Estados miembros ejecutarán toda orden de detención europea, sobre la base del principio del reconocimiento mutuo» (art. 1.2).

Sin embargo, esta regla fundamental no la ha respetado el Tribunal Superior de Justicia del länder alemán de Schleswig-Holstein. Da la impresión de que en este asunto todo el mundo quiere ser un adalid de la justicia, de ahí que los jueces germanos se hayan creído el centro del universo jurídico y hayan pretendido darnos una lección de pulcritud en el respeto de los derechos humanos. Y, como siempre ocurre cuando alguien actúa con demagogia o ignorancia, los susodichos magistrados, contra toda lógica, se han atrevido a desafiar el espíritu de la Euroorden y han entrado a valorar el fondo del asunto. Por su parte, el defecto de forma alegado por la Fiscalía belga demuestra su inequívoca voluntad de desdeñar a la Justicia española.

Debemos prepararnos para lo peor, porque quizás los frutos que se vayan a cosechar no sean del agrado de los demócratas. Si esto ocurre, el Tribunal Supremo estará muy limitado y solo le quedará la salida de repetir o anular las euroórdenes, o, en última instancia, intentar plantear una cuestión prejudicial al Tribunal de Justicia de la Unión Europea para ver si este órgano judicial, ante tanto desatino, proporciona una interpretación más acorde con el espíritu que inspiró la puesta en vigor de la Euroorden.

Pero no debemos confiar en demasía. La apuesta del juez Llarena es complicada y, por tanto, es difícil esperar un gesto de arrojo en los tribunales europeos para interpretar cabalmente el sentido y el fin de esa normativa. Por eso podemos ir haciéndonos a la idea de que es posible que los fugados pasarán mucho tiempo como prófugos de la justicia. Solo la reconocida xenofobia del nuevo presidente catalán puede ayudar a que en Europa se entienda por fin el verdadero poso supremacista e insolidario del proceso catalán.

Es grotesco -por no decir horrible- que los Estados de la UE puedan interpretar los ordenamientos jurídicos de otros miembros. Más grotesco todavía es que los prófugos de la Justicia de un Estado paseen libres por otros países de la Unión. Está claro que, en la situación actual, las estructuras europeas no sirven para dar respuesta a las necesidades judiciales del continente. Recordemos que Bélgica, país que no es precisamente un ejemplo de justicia moderna y avanzada, sirve de cobijo a terroristas. Por ello convendría que los líderes políticos tomaran conciencia de que la única salida a la crisis de identidad de Europa está en el fortalecimiento del proyecto común. Y en este proyecto se echa en falta un espacio judicial europeo, o al menos la certeza de que el reconocimiento recíproco de las resoluciones judiciales por todos los tribunales de la Unión es una realidad.

En pocas palabras, hay que conseguir la convergencia de los sistemas judiciales europeos. Lo que estamos viviendo, con prófugos atrincherados en un espacio común, no se parece en nada a la Europa pensada por sus fundadores. A este paso, si nadie lo remedia, algunos países de la Unión Europea acabarán convirtiéndose en paraísos judiciales.