Hay imágenes que permanecerán para siempre grabadas en el libro de la desmemoria, porque pertenecen a escenas que la mente se resiste a reconocer. Una de ellas es la voz quejumbrosa de una madre pidiendo clemencia, intentando romper ese círculo vicioso que la conduce inexorablemente a una muerte anunciada.

Cada día los medios de comunicación nos sorprenden con una nueva entrega en este carrusel de atrocidades, como si hubiéramos emprendido una carrera enloquecida llena de actos psicóticos y macabros, al objeto de superar el reto anterior, sin perjuicio de dejar al descubierto el lado más envilecido de esta sociedad, mostrando sin tapujos algo que tal vez siempre existió, pero que preferíamos mantener oculto y silenciado, recluido en las cloacas del subconsciente colectivo.

Ahora la rotundidad de estos hechos y la frialdad tan sorprendente con la que se presentan, hablan a las claras de algo que pretendiera adquirir la categoría de una costumbre, instalándose como una forma más de vida, tal vez porque en el fondo de esta sociedad anide la paranoia que la hace ser a la vez víctima y verdugo de sus propias circunstancias.

XEN SU AFANx de encontrar soluciones nuevas a planteamientos antiguos, la psiquiatría se propuso llevar a cabo una reforma del sistema, consistente en derribar los viejos, siniestros y anacrónicos muros de los antiguos manicomios, tratando de encontrar en el ambiente familiar una terapia más humana y eficaz que cualquier otro tratamiento integrador, algo que puede resultar válido para determinado tipo de enfermos mentales, pero que no suele ser resolutivo si se hace extensible a la generalidad de los pacientes, porque la atención domiciliaria es puramente asistencial y afectiva, ya que la familia no está capacitada para proporcionar otro tipo de ayuda, por lo que su acción ha de ir complementada con una atención alternativa, consistente en un seguimiento que se encargue de controlar la evolución del enfermo fuera del ámbito hospitalario, algo que no debe reducirse a unas esporádicas visitas al departamento de psiquiatría de cualquier hospital general, sino que ha de establecerse como un tratamiento sistematizado, ya sea mediante una asistencia domiciliaria, o a través de las unidades hospitalarias de día, o con el internamiento en los casos que fuere preciso.

El problema de muchos de estos discapacitados psíquicos es que una vez que cumplen sus condenas o pasan por un periodo de internamiento, salen a la calle y dejan de tomar su medicación, porque creen encontrarse bien, o porque en el fondo no se resignan a considerarse enfermos, sometiendo a sus familias a una situación de total indefensión, sin saber cómo actuar, ni por qué criterios regirse, compartiendo espacio con una bomba de relojería que puede activarse en el momento más inesperado, debiendo soportar una situación de constante angustia, de miedo y de sobresalto, hasta que finalmente sucede lo irremediable: una tragedia como la sufrida por Teresa Macaná que murió decapitada por su propio hijo, quien no conforme con esta gesta, en un arrebato de enajenación y de delirio paseó, como un trofeo, la cabeza de su madre por las calles del pueblo, emulando aquella escena bíblica en la que la odalisca Salomé obtuvo del rey Herodes la cabeza del Bautista a cambio de un baile. Pero esto solo fue el remate final, la culminación de una travesía de nueve largos y penosos años de desencuentros, teniendo que soportar un infierno de maltratos y de vejaciones, presintiendo cada noche, cada hora, el escalofrío metálico del filo de cuchilla soplándole sobre la ingravidez de la nuca.

No fue suficiente el que esta mujer vertiera ante las cámaras lágrimas de desolación y desespero, ni que enviara un SOS para que la sociedad se apiadara de ella, ni que denunciara ante la justicia a su propio hijo en repetidas ocasiones, ni que sobre él pesara una orden de alejamiento, ni que hubiera estado ingresado en un hospital psiquiátrico penitenciario, no por ser un delincuente sino por padecer esquizofrenia, trastornos de la personalidad y una toxicomanía que le hacia maltratar a su madre. A pesar de ello la sociedad continuó mirando hacia otro lado, ajena a tales hechos, justificando su apatía en un descarado cinismo individualista y autoexculpatorio.

Pero el caso de la madre de Santomera no es un hecho aislado sino algo que revela el drama que han de soportar en España unas cuatrocientas mil familias, esperando un golpe letal, un infortunio, o una enajenación de tal magnitud que impacte en la opinión pública de forma contundente y que ayude a desmantelar esta operación cosmética cargada de buena intención, pero de escasa efectividad, al delegar en las familias una labor asistencial y terapéutica que es competencia y responsabilidad de las instituciones sanitarias, que son las que disponen de los medios materiales y humanos necesarios para afrontar con ciertas garantías un tratamiento favorecedor de la reinserción social.

La puesta en marcha de la Ley de Dependencia puede ayudar, pero en casos como estos, más que un aporte económico, precisan asistencia y asesoramiento sanitario, para que la sociedad en su conjunto sea capaz de sacar adelante a quienes no se dejan ayudar, personas que en ocasiones pueden llegar a comportarse como gente normal, pero que están tocadas por el signo del delirio, lo que provoca en ellas reacciones imprevisibles, por lo que necesitan ser comprendidas, pero sobre todo ser convenientemente atendidas.

*Profesor.