Recuerdo que hace algunos años si uno iba paseando por la avenida, por ejemplo, que va de Trujillo a las Huertas, pasaba un coche y el conductor o su acompañante te conocía, paraba el coche y te invitaba a subir extráñandose de que fueras andando y te preguntaba el motivo, como viendo raro el que fueras a pie. Y te decían que montaras en el coche que él, o ella, te llevarían hasta el pueblo o hasta casa, y no hacía falta que estuviera lloviendo o que hiciera frío, o mucho calor; no, nada de eso.

El caso que utilizar las piernas para andarse uno el espacio que va de Trujillo a Huertas de Ánimas, dos kilómetros, era un hecho inusual.

Por la avenida, casi desolada de día y más aún de noche, sin casas ni luces, sólo pasaba algún perro vagabundo, algún gato cimarrón, una fantasmal lechuza blanca o algún loco paseante; y, de tarde en tarde, un vehículo automóvil, que pitaba, es decir, hacía sonar su claxón ruidoso, como expresión de ayuda o socorro en carretera que llegaba oportunamente.

Hoy no ocurre nada de eso, sino todo lo contrario. Hoy, el hecho de que un coche parara para invitar a subir en él a un caminante, sería algo extrañísimo como antaño era el caso contrario, pues es sabido que el que camina es porque quiere hacerlo por placer, por expansionarse, por utilizar las piernas, que para eso las tiene, por la tensión o el colesterol, o porque le da la gana.

Así que va uno por la avenida sin que ningún conductor para su lustroso y moderno cacharro para que subas a él porque si uno, o una, va andando o corriendo por este mundo de dios o del diablo, es porque así lo quiere.