No hay nada mejor que disponer de un tiempo de oro para poder saborear ciertos momentos que de otra forma sería prácticamente imposible. Ayer tuve la oportunidad de realizar un recorrido muy especial, cuando camino a la casa de mis padres fui relatando a mi pequeño como eran el barrio que me vio crecer, qué casas estaban de la misma manera de siempre y cuáles son nuevas, qué personas vivían allí y en qué lugares concretos jugábamos al balón, a las canicas, al churro media manga , a pídola, a un, dos, tres calamar, vuelta hacia atrás , etcétera. Realmente aquel relato despertó el interés del pequeño tanto que me interrogó de manera constante hasta que logró entender ciertas cuestiones de las que oía, incluso llegó a decirme que fuésemos a visitar a fulanito y menganito, ya fallecidos, porque quería conocerlos. Mis continuos pases en coche, me habían privado de este paseo singular y sin duda de una emocionante fórmula de rememorar la niñez relatando a un niño de tres años y medio historias personales que hablaban de hechos verídicos, de personajes reales y de anécdotas curiosas, muy diferentes a las de hoy.

Realmente no somos conscientes de cómo nosotros mismos, volviéndonos --no digo intencionadamente-- un tanto amnésicos dejamos escapar oportunidades de trasmisión de conocimiento a nuestros descendientes, que constituyen la base de nuestra propia identidad, de la historia de nuestro barrio o incluso de nuestro pueblo. Son hechos concretos que marcan una determinada época de la vida de uno, pero también se integran en un catálogo de tradiciones comunes a un determinado territorio, que son ya, un componente cultural cuya extinción hemos de evitar.

Por mucho que la globalización, la era de la informática, los comportamientos cada vez más individualistas de la gente y nuestras ambiciones modernistas nos lleven a una pérdida continua de la memoria y del saber popular, no deberíamos renunciar a nuestras raíces, y menos aún, privarles a nuestros hijos de que las conozcan viva voz.

*Técnico en Desarrollo Rural