Tenemos lo que nos merecemos. O lo que damos por bueno. Hemos ido relajando las costumbres hasta que la goma ha cedido. La cortesía ha huido perseguida por la ley, esa ley tan dada a reconocer derechos como a despreciar buenas maneras. Ahora ya nadie lleva pañuelo de tela con el que enjugar las lágrimas, ahora ya nadie se bate por honor, ahora, incluso, ceder el paso a las damas tiene tufo fascistoide. Ahora que los derechos van por delante de los deberes, es más necesario que nunca, levantar la voz para exigir, por ejemplo, que la gente cruce los pasos de cebra sin atroz desprecio de la cortesía (y de la seguridad). De niño me dijeron que en la mesa y en el juego se conoce al caballero. Ahora, sin duda, es en el paso de cebra donde se descubren las cartas de la buena o la mala educación.

Al que pilota y al que peatona. Ambos dos en un juego violento de egoísmos. Egos en lucha. El conductor porque tiene prisa, el peatón porque le han dicho que tiene preferencia. Toma y daca. Mal el conductor que zigzaguea esquivando peatones como si fueran bolos de bolera. Conductores ebrios de urgencias. Pero mal también el peatón que cruza con los oídos en Babia y la vista perdida. Mal, no porque no tenga preferencia, sino porque la preferencia no le da derecho a provocar un accidente. El peatón cortés (y precavido) debe advertir de su propia presencia, comprobar que el conductor le ha visto y, al cruzar, agradecerlo con un gesto de mano. Lo demás es un despropósito. Lo primero y principal porque quien más tiene que perder en caso de atropello es el propio peatón. Y luego, otrosí digo, porque además, haya o no percance, la vida resulta mucho más digna de vivirse si media el gesto amable, la bondad de una mirada de agradecimiento, el rigodón, antiguo y cursi tal vez, pero nutricio para los espíritus, de la buena educación. Mera profilaxis del alma. Al fin y al cabo, la educación es el sometimiento a razón de los egoísmos, de la barbarie, de la violencia,...

Tengo un buen amigo que se levanta del sillón cada vez que entra su madre en el salón. Al menos eso creía yo, porque cuando le operaron de la rodilla y, estando con él en el cuarto del hospital, llegó su madre y no hizo ademán alguno de incorporarse del lecho. Y si mi amigo Felipe ya no se levanta cuando entra su madre… ¿qué futuro le espera a la Humanidad? ¿Qué ha sido de aquellas magníficas cartillas de urbanidad de antaño? ¿Qué de aquellos sacrosantos devocionarios de la cortesía? «Los niños piadosos al entrar en el templo se adelantan para ofrecer agua bendita a sus papás… La glotonería es propia de almas envilecidas, debilita la voluntad y esclaviza el alma… El niño educado cuando se cruza con otros niños no les preguntará ni a dónde van ni de dónde vienen…»

El otro día se me cruzó un tipo despreciable. Lo peor. Uno de esos energúmenos que cruza por los pasos de peatones sin encomendarse ni a Dios ni al diablo. Sin mirar. Engreído de derechos, esputo del Averno,… Se presentó ante mí, como en una aparición, en medio de la calzada. Amenazante, enfadado, borracho de baba, el raciocinio mermado. Mequetrefe de retrete. Lerdo de frenopático. Solo le faltó preguntarme de dónde venía y a dónde iba. No, no lo hizo, pero casi me atropella.

Las viejas maneras no volverán, como tampoco los pañuelos de tela bordados por manos amantes. Vendrán nuevas maneras de cortesía, otras distintas de las viejas, claro está. Que no falten, porque con su respeto la vida merecerá llamarse civilizada y civilizadora. No deberíamos olvidar nunca que la mayor virtud del hombre para con los otros hombres es la buena educación. También en los pasos de cebra.