Este mundo es el camino para el otro, que es morada sin pesar; mas cumple tener buen tino para andar esta jornada sin errar. Partimos cuando nacemos, andamos mientras vivimos». Y así, a lo largo de la historia, el hombre vivía como en un permanente adviento, caminaba, completaba el circulo, buscaba. Y mirándonos, reencontrándonos, continuamos siglos después. Como si no pasara el tiempo. Las mismas huellas y los mismos senderos. Emprendemos el viaje. Perseguimos la Luz, la respuesta en forma de Dios, vestido de distintas formas, incluso con nuestro propio nombre. El destino comienza en el inicio, en la preparación de quien salió de casa ligero de equipaje, dispuesto a volver de La Meca, de Jerusalén, de Santiago de Compostela, nuevo. Lleno. No es fácil. Coger carretera y manta y avanzar, pensándose, crea una ampolla dolorosa. Que además debe convertirse en costra, curarse sin detenerse, para aprender a andar. Si los viajes consiguen abrir la mente, los peregrinajes, el Hajj del Islam, abren el corazón, conduciéndonos como creen los hinduistas, al samsara, a la liberación, al renacimiento. A veces es una muerte quien rompe y, aturdidos, damos un paso tras otro en busca de consuelo, una separación, el descubrimiento de una enfermedad sacude los cimientos. Y el estruendo resuena con tal fuerza que nos deja sordos, pero también con una sed insaciable, con un hambre de esperanza, que nos pone en marcha.

La primera ruta la abrió la emperatriz Helena en el año 326 y la siguieron muchas mujeres, Paula, Egeria, Melania la Mayor, Poemenia. Ella, hace unos meses, desde Venezuela, planeó concienzudamente su trayecto, los planos, las botas y el espíritu. Se puso en forma y se imaginó abriendo la puerta, el haz que la iluminaría al final del recorrido. Y ya desde el primer kilómetro se sintió sanar. No oyó, sin embargo, el repique de las campanas de la torre del Obradoiro, sino los golpes y las obscenidades que escupían dos hombres en sus oídos, sobre su cuerpo, rasgándole las entrañas. Violando su alma. Cerró los ojos, con la cara hundida en la tierra, oliendo el musgo frío, su vómito, la saliva y el Océano. Batiendo, furioso en Finisterre.